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Pepe Mujica, el hombre que vivió como pensaba

En un mundo político saturado de cinismo, privilegios y simulación, la figura de José Mujica, “el Pepe”, resiste como una anomalía luminosa. Su muerte no apaga su voz, sino que la amplifica. Mujica no fue un político cualquiera. Fue un hombre que cruzó el infierno, caminó descalzo sobre la utopía y decidió vivir su convicción como si no hubiera otra forma de habitar la tierra.

Pepe Mujica nació en Montevideo, Uruguay, en 1935, pero perteneció a todo el continente. Su infancia, entre el trabajo rural y una educación modesta, ya presagiaba una vida conectada a la tierra, a la dignidad de lo simple, a la rabia contenida frente a la injusticia. Fue guerrillero, preso, presidente, filósofo callejero y campesino sin miedo a ensuciarse las manos. La historia de América Latina ha tenido muchos revolucionarios, pero pocos que hayan terminado sus días sin rencor, sin riquezas materiales y sin resentimientos.

En los años sesenta, se unió al Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros. En plena crisis económica y autoritarismo, apostó por la vía armada. Pagó por ello. Pasó catorce años preso en condiciones inhumanas, muchos de ellos en aislamiento, quedando al borde de la locura. Y, sin embargo, salió sin odio. Decía que el rencor enferma, que “hay que aprender a cargar con las mochilas del pasado sin dejar que te rompan la espalda”. No lo decía desde un discurso fácil, sino desde una celda húmeda, desde el estómago.

Cuando Uruguay recuperó la democracia en 1985, Mujica decidió abandonar las armas y participar del proceso democrático. Fundó el Movimiento de Participación Popular dentro del Frente Amplio. Fue diputado, senador, ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca. Su estilo era directo, campechano, sin dobleces. Decía que no le interesaban los protocolos, sino los principios.

En 2010 llegó a la presidencia de Uruguay. Muchos esperaban que un expresidiario tupamaro se radicalizara o se moderara. Hizo ambas cosas: legalizó la marihuana, despenalizó el aborto, promovió el matrimonio igualitario, y todo ello desde una visión profundamente ética, no marketinera. Mujica no buscaba caer bien, buscaba hacer bien.

Durante su gobierno, Uruguay se convirtió en un referente mundial de políticas sociales progresistas. Pero más allá de las leyes, fue su ejemplo el que caló hondo. Siguió viviendo en su chacra, rechazó los lujos del poder, donó casi todo su salario y andaba en su vocho modelo 1987, conocido como “el Fusca”, que se volvió más símbolo que cualquier escudo presidencial.

“No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”, decía. Y lo repetía vestido con sandalias y camisa arrugada, sin escenografía. Esa congruencia brutal le dio una autoridad moral que ningún cargo puede conferir. Cuando habló en la ONU y en Río+20, el mundo escuchó a un hombre que hablaba desde la experiencia, no desde el libreto.

Mujica representó una ética política que escasea: la del servicio. “La política no es una carrera para enriquecerse. Es una pasión por servir”. Y también: “Cuando los políticos empiezan a mirar más las encuestas que a la conciencia, están perdidos”. Decía estas frases como si fueran obviedades, pero en un ecosistema político donde reina la simulación, eran bombas éticas.

En 2020, se retiró del Senado. Dijo que se iba por salud, pero siguió recorriendo el mundo, ofreciendo entrevistas y charlas. Su discurso no era de nostalgia revolucionaria, sino de esperanza lúcida. Habló del peligro del consumo desenfrenado, del mercado como nuevo dios, del planeta como rehén del capitalismo salvaje. No proponía volver al pasado, sino avanzar hacia una civilización más humana, más austera, más sabia y sin frivolidad.

Pepe Mujica no fue perfecto. Cometió errores, defendió causas polémicas, fue contradictorio como todo ser humano complejo. Pero esa imperfección lo hacía más creíble, más cercano. Se definía como un campesino con ideas. Pero era mucho más: era una brújula moral en tiempos de naufragio ético.

Hoy, con su partida, no sólo Uruguay pierde a un expresidente. América Latina pierde una de sus voces más lúcidas y congruentes. En tiempos de cinismo político, el Pepe encarnó la posibilidad de hacer política con decencia. En tiempos de líderes obsesionados con el poder, encarnó la renuncia voluntaria. En la era del marketing político, encarnó la honestidad ideológica.

Pepe Mujica fue testigo del dolor, arquitecto de la esperanza y maestro de la dignidad. En una época que premia el cinismo y la codicia, su vida nos recuerda que otro mundo es posible. No más fácil ni más cómodo, pero sí más justo.

Gracias, Pepe, por recordarnos que el poder no vale nada si no se usa para servir. Que la política y la ética son hermanas siamesas, no deben estar separadas. Y que la vida, en su forma más plena, consiste en vivir como se piensa.

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