¿Los libros son como…?
He escuchado por ahí que dicen que “los libros son como los tacos, no hay malos”. Estoy casi completamente de acuerdo con la frase anterior, aunque no en su totalidad. He tenido la bendición de que a mis manos hayan llegado libros que han logrado imprimir algo positivo en mí; de los que no, ni sus nombres recuerdo.
No importa el tipo de libro que sea, es muy probable que nos invite a reflexionar en el algún grado acerca de su tema principal. Podrá haber sido o no de nuestro agrado, pero al final algo provocó en nosotros: un comentario, desacuerdo, coincidencia, o más. Los libros son maravillosos recintos en los que, al pasear nuestra mirada por sus líneas y seguirlas unas tras otras, nos desconectamos por momentos de lo que sucede en nuestro alrededor inmediato. Al adentrarnos entre las páginas de un libro, le entregamos en su totalidad nuestra atención; es un acto de devoción en silencio.
Mi afición por los libros inició en mis primeros años, cuando ni siquiera sabía leer y mucho menos iba a la escuela. Recuerdo que mi madre me decía que amaba sentarme en el sillón a un lado de mi padre e imitarlo mientras él leía. Me sentaba y sobre mis piernas colocaba un libro. Uno de mis preferidos era el diccionario Larousse —bastante grueso, de pasta dura y roja, lleno de esquemas y de anexos con imágenes detalladas y muy bien definidas de aves, reptiles, aviones, barcos, deportes, banderas, etc. —. Pasaba sus hojas, una y otra vez. No siempre con la delicadeza requerida y una que otra la rompía o pintaba con mis crayones; era parte de mi “lectura” de aquellos días.
Por mi corta edad, arrastraba el diccionario por toda la casa, sin importar las llamadas de atención de mis hermanos o de mi bella madre (mi padre nunca se metía en esos asuntos de llamar la atención a los “peques de la casa”). En la compañía de ese diccionario, me entretenía por horas, me agradaba bastante hasta su forma y su olor. Mi goce se acrecentaba, sobre todo, los domingos al medio día, a esa hora todo se detenía en casa de mis padres, ya que eran los días de leer la Primera Plana del Novedades, la cual mi padre ya había leído muy temprano por la mañana, siempre sentado en su sillón, con sus lentes y sin prestar atención alguna a lo que sucediera a su alrededor en el hogar. Así que, al medio día, era el turno de mis hermanos grandes y mi hermana. Ellos se tenían que sentar correctamente en la sala a leerla con atención. Algunos de ellos hasta tomaban notas o subrayaban ideas principales ya que, al terminar, mi padre les preguntaba acerca de lo que habían leído. De no ser correctas sus respuestas, les tocaba leer otra sección del periódico (en esa segunda tarea, no estaban consideradas las secciones de deportes, sociales, entretenimiento, y mucho menos caricaturas), así que más les valía poner atención. Unas veces ellos leían de buena gana; otras no tan de buena gana, pero al final era algo que debían hacer. Entonces, yo me sentaba al igual que ellos a “leer” mi diccionario, debía seguir su buen ejemplo y lograr obtener una de esas lindas sonrisas en el rostro de mi padre. No me levantaba del sillón hasta que el último de mis hermanos había terminado su medio día dominguero de lectura… Era genial.
En cada uno de mis cumpleaños, mis obsequios eran libros, mis amigas y familiares siempre me los regalaban. Muchos de ellos los sigo teniendo en mi memoria, en un lugar muy especial, lleno de amor y de cariño. En este momento recuerdo un libro que me regalo la Sra. Olga —gran amiga de mi madre—, una dama elegante y seria, con un corazón enorme. Si no me falla la memoria, era mi cumpleaños número 9 y ella me regaló una muy bella y maravillosa versión ilustrada de un clásico de la literatura, con pasta azul, delgado, tamaño carta. En cuanto lo vi a un lado de mi pastel de cumpleaños, en una de las orillas sobre la mesa, envuelto en plástico transparente y con un moño, me llené de emoción. No lograba ver de qué era el libro, pero su color, el moño y que fuera un obsequio de ella, era suficientes para mí. Había otros regalos a su lado, unos cuantos, pero el que me provocaba especial emoción era el libro azul envuelto en plástico transparente.
Por fin llegó la hora de sentarnos a la mesa, me cantaron las mañanitas, pedí mi deseo, soplé las velitas y disfrutamos de mi pastel preferido (que sigue siendo el mismo hasta el día de hoy) y una enorme y deliciosa gelatina de mosaico hecha por mi adorada abuela Carmen (grandiosa mujer mi abuela Carmen, pero ya les contaré en otra ocasión acerca de ella). Mientas todo eso sucedía, mi mirada por momentos se dirigía hacia la esquina de la mesa y lograba ver un poco las letras sobre la pasta de la portada: unas letras al centro, plateadas y elegantes, pero sin lograr apreciarlo en su totalidad, porque había un pequeño regalo encima y otro bajo ese libro azul. El reflejo de la luz sobre el plástico de la envoltura no facilitaba mi tarea de leer el título de libro.
Finalmente, llegó el ansiado momento de ver los regalos, no dudé ni un momento y tomé el libro azul y fue cuando leí su hermoso título al centro, en letras planteadas, garigoleadas y sofisticadas “Don Quijote de la Mancha” y en la parte de abajo “Miguel de Cervantes Saavedra”. Estaba tan emocionada que quité el moño y rompí el plástico que lo aprisionaba, me lo acerqué al rostro y aspiré su aroma a nuevo, a aventura, a disfrute, a prometedores viajes. No presté atención alguna a ninguno de los otros obsequios, lo cual derivó en sentimientos heridos de parte de los otros amables invitados que tuvieron a bien regalarme algo ese día. De ahí en adelante, pase innumerables horas en compañía de “mi quijote”, hasta sentía que lo escuchaba, lo escuchaba hablar con Sancho. Hice muchos dibujos intentando igualar los que venían en esa perfecta versión de tan importante novela, imágenes perfectamente delineadas y atractivas a la vista. Al igual que aquel diccionario Larousse y muchos otros libros infantiles de pasta dura, mi quijote amado terminó todo desgastado. Lo llevaba a todos lados, leía fragmentos a mi padre e incluso le actuaba los diálogos entre esos grandiosos personajes de Cervantes.
Hoy en día, muchos de los libros que he leído los he tomado del librero de mi padre; él, un gran lector. Cuando visito su casa, logro aún verlo frente a alguno de sus grandes libreros, seleccionando libros y como al verme me decía “mira, este es muy interesante por…”. Es de los individuos que he tenido la fortuna de encontrar en mi camino por la vida, que más amor a la lectura profesaba. Siempre había un libro o dos o hasta tres libros sobre su buró a un lado de su cama, así como una lámpara y sus gafas. Esas gafas especiales”las que uso para leer mjiita”, “las golpeadas”, “las traquetadas”, “sí, esas, esas son las mejores”. Qué grandiosos párrafos me llegó a leer en voz alta, párrafos de los libros que subrayaba; amaba usar sus resaltadores amarillos porque así le era más fácil ubicar y, sobre todo, recordar lo que leía. Hubiera deseado haberlo escuchado más, hubiera deseado haberlo motivado más para que de su voz salieran las palabras impresas en esas páginas; pero como dicen: el hubiera no existe.
Cada que veo un libro, veo el rostro amable y dulce de mi padre. Ese padre que en su juventud pudo haber sido un poco estricto y duro, pero con el paso del tiempo se volvió un ser aún más amoroso y agradecido con la vida.
“Los libros como los padres, no hay malos, solo hay inexpertos”. La vida y el tiempo son los que los vuelven padres, por eso, no los juzguemos tan duramente, quedémonos con lo bueno y desechemos lo malo.