Los proyectos son una parte fundamental del desarrollo histórico de las sociedades organizadas políticamente. En lo general, los proyectos políticos definen los fines a lo largo del tiempo, por la acción concreta de minorías con vocación de poder. Sus contornos generales se delimitan a partir de las estrategias de combate que siguen éstas, de su dirección ideológica y de sus alianzas así como de la base social en la que aspiran apoyarse.
Los proyectos adquieren la forma de programas de orden nacional cuando se ubican en el campo de la política económica, aunque es su comprensión sobre el fenómeno del Estado lo que demuestra su verdadera fuerza para difundir con fuerza una nueva concepción del mundo, en franca oposición a las ideas dominantes. ¿Pero de dónde podría venir la justificación para llevar a cabo ese cambio? ¿Puede provenir de muy diversas fuentes o “fórmulas” políticas, como señaló Gaetano Mosca, en su estudio sobre las elites? El proyecto encuentra validez histórica frente al agotamiento orgánico del viejo régimen o cuando las minorías hacen un llamamiento a adelantar un proceso de cambio, respecto de las reglas fundamentales que deben ordenar a la propia sociedad. Pero su legitimidad se obtiene cuando la sociedad se ve emplazada a pronunciarse frente al impulso del momento, una oportunidad única para ejercer la libertad política, para cambiar un régimen.
Ésta es la verdadera utopía -parafraseando al Lenin de Žižek-, y no tan sólo prometer variar el ejercicio de gobierno en aspectos parciales o modificar los “estilos” de gobernar. Como sea, la conciencia de la necesidad de una transformación en lo fundamental requiere cambios sustantivos en el origen y el título del poder en forma inaplazable y no por definirse en el horizonte de un tiempo cristiano.
Debido al problema para construir la legitimidad política en un mundo secularizado, los proyectos políticos son procesados dentro de modelos formales de competencia pluralista, que ofrecen una legitimidad racional al grupo que concita el mayor apoyo en las urnas, debido a su carácter electivo y transitorio opuesto a las creencias en el linaje o la tradición.
La fórmula mayoritaria de la que deviene el principio electivo demanda que la fuerza naciente represente la imagen de la voluntad del común hipostasiada en una volumetría de la voluntad del pueblo, con la cual difundir la creencia en la inevitabilidad de su victoria, como manifestación última del soberano. En consecuencia, el político actuante buscará transitar de una mayoría numérica a la construcción de una mayoría política.
Es por ello, que cuando los retadores rebasan el umbral de la mayoría simple el criterio numérico deja de ser útil y los alegatos derivados del first past the post system pierden valor político. En su lugar, el mito del Mandato del Pueblo desborda el discurso corriente y el vencedor obtiene una legitimidad absoluta, indubitable. Incapaz de impedir el efecto teológico la regla-racional sucumbe entonces al fenómeno de lo político: su voluntad se ha consumado.
En este momento, el principio del mandato popular da al nuevo bloque la ratio para reencauzar con autoridad, sin el uso de la fuerza, rumbo y tiempos para el Bien del Estado y el progreso intelectual y moral de una sociedad.
A diferencia de la política de adversarios que se vive en el mundo anglosajón, donde el estado de cosas nunca enfrenta riesgo, en la lucha por la hegemonía resulta terminante la derrota porque implica la debacle de un régimen oligárquico y su reemplazo definitivo por un nuevo bloque que domine plenamente la escena estatal en el aquí y ahora.
Rafael Morales. Analista político. Ha colaborado para El Economista y la Radio Nacional Argentina.
@Rafael Morales