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Reforma eléctrica e identidad política

En 2008, ante la reforma energética de Calderón, cuyo eje central era privatizar Pemex, abundaron los gritos, hasta que el movimiento de resistencia popular puso orden.  A inicios de ese año, el discurso calderonista para validar la iniciativa que mandó al Congreso se basaba en consignas que navegaban entre la tontería y el amarillismo apocalíptico. «Hay un tesorito en el fondo del mar que debemos sacar», decían en campañas internáuticas, mientras personeros del gobierno aullaban en medios que «soloqueda petróleo en México para los próximos nueve años» y alardeaban sobre lo absurdo que sería mantener a Pemex como empresa pública. Con tretas antiparlamentarias, Calderón y el PAN trataron de imponer esa reforma mediante el mayoriteo, el albazo y sin debatirla suficientemente; o sea, de espaldas a la nación.
La resistencia civil pacífica que encabezaba López Obrador y una serie de legisladores comprometidos democráticamente con ella frenó esas chicanas y exigieron medidas que en cualquier país serían hábitos de la democracia, pero que en México el urraquerío mediático interpretó como «violencia radical». Y esas medidas fueron: dialogar debidamente la Reforma, abrir un debate amplio que no se limitara a las voces legislativas, que incluyera expertos de todo signo y que se procesara ello debidamente en el recinto legislativo.
La resistencia civil ganó esa batalla política en favor de la democracia y se dio un debate extenso y enriquecedor y se logró detener la serie de aristas más lacerantes de esa reforma calderonista.
En esa coyuntura, el PRI jugó un papel camaleónico. Sabedor de su rol como cierto fiel de la balanza ante la correlación de fuerzas en el Congreso, en un principio coqueteó con apoyar el albazo y luego desistió para apoyar el debate y «rescatar» el papel estatal en la industria petrolera. Poco le sirvió esa treta. Años después, en 2013-2014, el propio PRI reprodujo una reforma energética igual de privatizadora y, en contrasentido de sus principios fundacionales, el partido apoyó el desmantelamiento de la industria nacional.
No sabía el PRI que atentar contra ese legado histórico era, en el fondo, autodestruir una parte suya. Hoy, el partido está en la lona y solo sus veleidades ideológicas y oportunismo electoral le han insuflado respiración artificial luego del golpe que recibió en 2018 de parte del electorado, que no únicamente le cobró agravios históricos de sangre y corrupción peñistas, sino también la añagaza de diluirse ideológicamente.
Hoy, el gobierno es otro muy distinto al de Peña y al de Calderón. Se trata de una administración emanada de la legitimidad democrática, de la limpieza electoral y de la transparencia ideológica. Lo que hoy el Presidente anuncia en la Reforma eléctrica, que fortalece el sector público al respecto, es algo que no solo se propuso con suma claridad en 2018 sino que el propio AMLO ha insistido desde los años noventa. El electorado votó por eso y el Congreso debe tenerlo en cuenta.
La correlación de fuerzas en recintos legislativos es asimismo diferente. La coalición con tesis cercanas a las del presidente es mayoría y ha sabido negociar para reformar constitucionalmente. Hoy, el PRI no sólo se enfrenta ante el pragmatismo coyuntural de qué hacer ante este escenario para su supervivencia inmediata. Se enfrenta también a su historia: ¿ceñirse a sus principios históricos o navegar a las órdenes privatizadoras de su alianza Va por México?
Cualquiera que sea su decisión, le implicará un costo. Lo cual, desde luego, implica que la disolución priista no fue solo gracias al empuje social que los desplazó del poder, sino de su desdibujamiento ideológico que ellos mismos han cocinado en su seno desde la década de los ochenta y que llegó a su peor frenesí en el salinismo. Ya nadie cree con facilidad que en el interior del PRI haya aún resabios del nacionalismo revolucionario. El otrora partido de Estado navega sin rumbo, como una rémora electoral. Ningún destino se augura bueno para el tricolor.

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