La propuesta de reforma al Poder Judicial del Presidente Andrés Manuel López Obrador pretende mejorar la calidad de la impartición de justicia en nuestro país. Para lograrlo, la propuesta plantea dos puntos centrales: i) separar orgánicamente la parte administrativa de la función jurisdiccional del poder judicial, y ii) que las personas que lo conforman —jueces, magistrados y ministras— sean electas por votación popular en las urnas. El primer punto no ha ocasionado mucho ruido en la discusión pública, pero el segundo ha sido motivo de acalorados debates, tanto dentro como fuera del Obradorismo.
La forma en la que se llevaría eventualmente a cabo la votación todavía no está definida y varias personas, incluso afines a Morena, han señalado que la complejidad que supone elegir tantos cargos vuelve inviable esta propuesta. Compartimos esta opinión. Será posible votar por las ministras y, si acaso, por los magistrados, pero elegir a más de 1,600 jueces suena a un embrollo innecesario. Aunque consideramos que la solución de la propuesta no es la más idónea, el diagnóstico del que parte plantea dos cuestiones que vale la pena retomar en la discusión y examinar a profundidad.
Una se refiere a la forma en la que se designan a las y los ministros con el sistema actual, en donde el Presidente propone una terna de la que el Senado puede elegir a una persona como ministra con el respaldo de dos terceras partes de sus integrantes. Esto en la práctica limita la independencia e imparcialidad de las resoluciones, principalmente, ante el Poder Ejecutivo y el poder político, aunque así funcione en buena parte de los países, y se considere un freno o contrapeso republicano estándar, como está estudiado desde la ciencia política y el derecho.
En cambio, la segunda cuestión es mucho menos visible en el ámbito académico o público, pero en el fondo se refiere a la necesaria y legítima renovación del Poder Judicial. Y esta renovación no pasa forzosamente por sus reglas y mecanismos de funcionamiento internos, sino por las personas que lo conforman y, particularmente, por las que toman las decisiones y lo encabezan. Nos guste o no —cada quien tiene su propia valoración—, la elección de 2018 transformó la vida pública del país y la forma de ejercer el poder. En seis años, parece que en el Poder Judicial no se dieron cuenta, voltearon al otro lado o creyeron que su investidura los colocaba más allá de los vaivenes de la política. Esto no fue evidente mientras Arturo Zaldívar estuvo al frente y actuó como un muro de contención. Sin embargo, bajo el liderazgo de Norma Piña y con la discusión de la reforma en distintos foros y espacios, el dedo dejó de tapar el sol.
Así, de 2018 a la fecha, bajo un supuesto manto de imparcialidad y legalidad, los jueces controvertiblemente detuvieron leyes, inaplicaron reformas y suspendieron políticas públicas, en muchos casos, para proteger los intereses de algunos poderes fácticos económicos y políticos más que para buscar el bien común, fortalecer el Estado de derecho e impartir justicia. Ejemplos hay muchos, pero ninguno supera la cena de Norma Piña con el líder del PRI, Alejandro Moreno, en pleno proceso electoral. Al mismo tiempo, en el Poder Judicial mantuvieron sus sueldos y prestaciones intactos, los cuales no se corresponden con las normas constitucionales, la austeridad republicana o con el país en el que aspiramos vivir. Tampoco hicieron mucho para atacar la corrupción y el nepotismo que los consume o para acortar los tiempos de sus procedimientos que, junto con la ineptitud de las fiscalías —no hay otra palabra que las describa mejor— mantienen en la cárcel a miles de personas sin sentencia. Todo esto está documentado y es prueba de la necesidad de una renovación.
Por otro lado, renovar al Poder Judicial es legítimo, aunque el supuesto autoritarismo del que acusa la oposición a la Cuarta Transformación sea un impedimento para afirmarlo con todas sus letras en algunos espacios. El sistema judicial como lo conocemos fue diseñado en 1994, cuando el entonces presidente Ernesto Zedillo reformó su estructura y su funcionamiento y sustituyó a los ministros, ante los vientos democráticos que ya estaban recorriendo todo el país. Desde entonces y hasta 2018, México fue gobernado por priistas y panistas, y fueron ellos quienes tomaron las decisiones y configuraron al poder judicial.
En 2018, el primer gobierno de izquierda no estaba en condiciones de emprender la renovación de este poder, y los números en el Congreso tampoco eran suficientes, pero 2024 presenta un escenario diferente. El tremendo refrendo que la ciudadanía le dio al proyecto de Transformación permite renovar, por una vía institucional y democrática, al poder judicial en su totalidad. Si los poderes púbicos emanan del Pueblo y éste tiene el inalienable derecho de escoger o modificar su forma de gobierno, como reconoce el artículo 39 de nuestra Constitución, también lo tiene para crear o renovar poderes —y organismos constitucionalmente autónomos—, especialmente si éstos no responden a la realidad nacional o a lo expresado por la ciudadanía en las urnas.
Así que aprovechemos este momento único para resarcir la deuda que tiene el Estado mexicano con los miles de víctimas que esperan justicia. El Poder Judicial no debe estar exento del proyecto de regeneración nacional por el que votamos en 2018 y reafirmamos hace unos meses. Si queremos que las decisiones del Poder Judicial sean independientes e imparciales, la mejor forma es enfocarnos en la necesidad de renovar, al menos, a sus cabezas y en otras alternativas que nos permitan lograrlo más allá de la votación. Esconder la necesaria y legítima regeneración del Poder Judicial detrás de un método de elección nos puede salir muy caro.