El polvo tapiza las aceras agrietadas de una localidad abandonada en el tiempo. Hojas marchitas se levantan de la superficie en una danza arrítmica con el viento, cuyo silbido es el único sonido perceptible que interrumpe un silencio sepulcral. Mientras un inesperado y posiblemente imaginario ciclista atraviesa el empedrado de la avenida que desemboca a la plaza principal, en las calles aledañas sólo quedan las casas de adobe y sus ventanas con barrotes oxidados, el eco de la campana parroquial al caer la tarde y el zumbido de las moscas alrededor de un perro que camina cansado hacia ningún lugar. No queda nadie. Donde antes caminaron hombres y mujeres en el tránsito cotidiano de una apaciguada vida provincial, hoy sus huellas han sido borradas por la ausencia, desde el primer momento en el que, desamparados y abandonados a su propia suerte, se vieron forzados a migrar.
Desde hace ya varias décadas, el éxodo masivo de mexicanos que toman rumbo hacia Estados Unidos en busca de mayores ingresos y una mejor calidad de vida ha ocasionado que en muchas localidades del país se presenten alarmantes descensos en el número de pobladores. El realismo mágico de Rulfo cobra vida en sitios como Tuxtuac, Zacatecas, donde la escuela primaria tuvo que ser clausurada por el ausentismo y los cuatro niños que quedaban fueron obligados a trasladarse a otro pueblo cercano para continuar con sus estudios. El espíritu de Comala se replica también en Tacoaleche, hogar donde apenas ocho familias zacatecanas siguen viviendo en paupérrimas condiciones de escasez de servicios públicos básicos, como el suministro de electricidad, gas y agua potable.
Entre abril del 2014 y mayo del 2017, la población mexicana residente en los Estados Unidos se incrementó a un ritmo del 1.7 por ciento anual en promedio, lo que se traduce en cerca de 12 millones de compatriotas migrantes. Si bien las tasas de retorno han alcanzado cifras récord —debido a las crisis económicas y a la falta de oportunidades, también en territorio estadounidense—, quienes regresan a sus pueblos originarios son los menos. Las capitales y las grandes ciudades de la república crecen como yerba indomable y en la provincia los pequeños pueblos desaparecen paulatinamente de los mapas. Tal y como lo hizo Juan Preciado, quienes permanecen en estas localidades deambulan desesperados, entre la memoria de un pretérito lejano y la incertidumbre de un futuro inexistente.