Ayer Claudia Sheinbaum formuló una pregunta muy pertinente a la luz del escalamiento de violencia que ha habido en las manifestaciones de mujeres, particularmente en la Ciudad de México: “Frente a la violencia de género que existe, ¿es válido quemar a una mujer policía?” Agregaría: quemar a una persona, punto, sin que se tenga que explicar que es mujer y también sufre. Pero ahí estamos. En ese nivel.
Pareciera increíble que ese sea un tema que hoy debe ser puesto a discusión, pero el hecho es que nos encontramos en un escenario al que se llegó lentamente, en el cual, para muchas mujeres del movimiento feminista y medios de comunicación (que hoy mágicamente se nombran feministas también), resulta incuestionable el derecho a la mujer a manifestarse como sea, frente a la frustración de una estructura social e institucional que no supera la impunidad en la violencia y la desigualdad que prevalece en muchas dimensiones, en detrimento de la mujer y de otros actores sociales también.
No me voy a referir al hecho evidente de la existencia de personas ‒hombres y mujeres‒ infiltradas al movimiento. Me refiero y me resulta angustiante ver la reproducción cada vez más irracional de que “nos toca”, “está justificada la rabia”, porque “somos todas contra un Estado y un gobierno misógino que está contra nuestra”. Basta de esa lógica que nos hace parecer menores de edad.
Voy por partes.
Para el argumento de la revancha histórica existe la clara contraparte de que si esa es la vara, pues ya, dinamitemos todo porque existen deudas históricas e injusticias contra toda clase de grupos en este país, por modelos de opresión económica que incluyen racismo sistémico, discriminación, odio, marginación, asesinatos y desapariciones. Y mucho de esto, por cierto, justificado por una narrativa y la defensa de un sistema en la que participan muchas y muchos de los que ahora se dicen justicieros de la causa femenina. ¿Con qué cara?
“Está justificada la rabia”. La rabia sí, pero hay una diferencia entre la rabia y su traducción en acciones barbáricas como las que vimos en el 8M contra policías. Y ahí la normalización ha ido en crecimiento en lo que desde el principio se señalaba como un riesgo, cuando se inició con los monumentos y la infraestructura de la ciudad. Porque el problema no eran los monumentos, sino la validación de una expresión de violencia, de destrucción, que en cualquier momento podía convertirse en lo que ya vemos. ¿Cuál es el límite entonces?
Y eso me lleva al tercer punto: la justificación de la acción directa como instrumento revolucionario para transformar un statu quo, en un escenario donde no existen opciones. Ahí hay que hacer un grandísimo alto. ¿No hay opciones? ¿No hay puentes, conquistas, avances, que permitan canalizar este ímpetu legítimo y transformador de otra manera? Miles de mujeres antes de esta ola feminista lucharon para alcanzar circunstancias que son patentes y que generan una condición distinta a la que se tenía hace apenas un par de años para seguir avanzando en un camino que sin duda aún es largo. La primera es la representatividad de la mujer en áreas de acción y decisión que hoy son una realidad en el gobierno, que califican de misógino con tanta facilidad. Mujeres que no son florero, ni en el Gabinete Federal ni en el local, y que han venido trabajando con una mirada transversal en lo que no puede sino ser un proceso gradual, en instituciones que dejaron pudrir deliberadamente por tanto tiempo, como las de justicia. Pero hay una ausencia de atención en ello, ni siquiera para generar un diálogo, una exigencia, una demanda para profundizar o cuestionar lo que falta por hacer. Es como si no existieran. Es curioso cómo cuando Marcelo Ebrard habla de sus funciones, resultados, para bien o para mal, se le cita y se evalúa la estrategia en función de él. Lo mismo con López-Gatell. Caso muy distinto de lo que ocurre con las mujeres del gabinete, que son ignoradas por completo por las propias feministas. En ya muchas ocasiones, el equipo interinstitucional ‒en cuyas manos se encuentra la estrategia contra la violencia de género‒ ha presentado diagnósticos, avances y políticas desde el reconocimiento de la gravedad del problema. Nadie las escucha. En lugar de eso es siempre la pregunta: “Presidente: ¿por qué no nos escucha, por qué no nos mira, por qué no somos el centro de su discurso?”. No existe actitud más patriarcal que invisibilizar el rol de liderazgo que tienen, de manera inédita, todas estas mujeres. Y si bien hay una parte de ello que recae en agendas políticas en contra del Presidente, hay una buena parte de responsabilidad en un movimiento feminista que no reconoce la historia ni la oportunidad de la interlocución que hoy existe, a través de esa representatividad.
El 8 de marzo, el mismo día de las manifestaciones cuya mayor consigna era: “el gobierno misógino”, en la mañanera y después en Gobernación se presentó información de resultados y perspectivas del trabajo en materia de género, no sólo desde su peor y más urgente síntoma ‒el feminicidio‒, sino también desde una perspectiva estructural del problema que en mi vida había visto: el impulso de un sistema nacional de cuidados que históricamente han recaído fundamentalmente en manos de mujeres, la reducción de brechas salariales, representatividad en sindicatos y otros derechos laborales, el impulso de políticas transversales de empoderamiento real: el económico. Todo esto además del acento en la necesidad de robustecer el trabajo de fiscalías estatales anquilosadas y la generación de mecanismos de prevención de la violencia a través del trabajo coordinado de secretarías ‒como la de Salud‒ para identificar casos de maltrato a los que se pueda monitorear antes de un trágico feminicidio. Claudia Sheinbaum hizo lo propio el mismo día y en días anteriores, con la presentación de medidas y leyes que han sido resultado de mesas de trabajo con mujeres a lo largo de este año. Nada de eso trascendió ni en el movimiento feminista, ni en los medios de comunicación. Nada de eso se discute. En el centro de todo se posiciona el berrinche de que las dejen destruirlo todo y también ahora quemar personas, porque las vallas, por lo que dijo o no dijo el presidente, por el lamentable curso que tomó dentro de Morena el proceso en torno a la candidatura de Salgado Macedonio. ¿Pero quién pierde y quién gana en todo esto?
Urge hacer un alto en el camino para tomar la oportunidad que se tiene, cuestionar desde el rezago institucional y social, observar puntualmente los instrumentos con los que se cuenta y empujar los que falten, en profundo diálogo con otras mujeres que, por cierto, no se sienten interpeladas por el feminismo como este se presenta en el sector clasemediero progre. En manos del propio movimiento está el convertirse en una fuerza transformadora y no sólo un concentrado cuyo perfil crónicamente catártico lo convierte en carne de cañón de intereses más bien conservadores. Urge darse cuenta a quiénes beneficia este descalabro que pretende fijar una distancia entre la agenda feminista y la de la izquierda. Lo contrario es un suicidio del movimiento y una simulación.