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Sin sindicatos no hay transformación

Por: Vladimir López 

Hablar del sindicalismo en México es hablar de la historia misma del pueblo trabajador que, a lo largo de décadas, ha luchado por sus derechos en medio de contextos adversos, explotación y represión. En tiempos donde se discute el rumbo del país y el sentido de la Cuarta Transformación, vale la pena mirar hacia quienes, desde las fábricas, oficinas y campos, han sido motor de lucha colectiva. Lejos de ser un tema del pasado, el sindicalismo sigue siendo una herramienta fundamental para garantizar justicia social, democracia laboral y dignidad para quienes todo lo producen.

Desde las huelgas de Cananea en 1906 y Río Blanco en 1907 —reprimidas con sangre, pero sembradas de dignidad—, hasta la incorporación de los derechos laborales en el artículo 123 de la Constitución de 1917, el sindicalismo ha sido columna vertebral de las luchas sociales en México. No fueron pocas las vidas entregadas por la causa obrera, ni escasos los momentos en los que la organización colectiva fue el único escudo frente a la injusticia. Las grandes conquistas laborales como la jornada de ocho horas, el salario mínimo, el derecho a huelga y la seguridad social no nacieron en oficinas, nacieron en las calles, en las fábricas y en la voz de mujeres y hombres que se atrevieron a exigir lo justo.

El sindicalismo mexicano no solo acompañó la Revolución: fue parte de su fuerza motora.

Desde los pactos de la Casa del Obrero Mundial con los constitucionalistas, hasta la

formación de la CROM en 1918, los trabajadores organizados comenzaron a jugar un papel clave en la construcción del nuevo Estado. No se trataba sólo de exigir derechos, sino de participar activamente en el rumbo del país. Con el cardenismo, ese papel se fortaleció: en 1936 nació la Confederación de Trabajadores de México (CTM), como parte de un proyecto que colocaba al obrero en el centro de la vida nacional. La alianza entre el movimiento obrero y el Estado no fue decorativa: permitió ampliar derechos, consolidar conquistas sociales y garantizar estabilidad en un país marcado por la desigualdad. Los sindicatos eran, entonces, un puente entre el pueblo trabajador y el poder, una herramienta viva de transformación.

Con la llegada del modelo neoliberal, esa relación entre el Estado y los trabajadores cambió radicalmente. Las políticas de privatización, apertura comercial y flexibilización laboral impulsadas desde los años ochenta debilitaron de forma sistemática al movimiento sindical. Sin embargo, fue con los gobiernos del PAN que ese proceso se volvió una embestida abierta contra los derechos laborales. Bajo el argumento de la modernización, se promovió la subcontratación, se precarizaron los empleos y se criminalizó la organización obrera. El cierre de Luz y Fuerza del Centro en 2009, durante el sexenio de Felipe Calderón, dejó a más de 40 mil trabajadores en el abandono, sin diálogo ni soluciones. Mexicana de Aviación fue condenada al olvido, dejando a sus empleados sin empleo, sin justicia y sin respuesta.

Mientras tanto, en el norte del país, las maquiladoras mantenían condiciones laborales infrahumanas, y todo intento de organización era ignorado por autoridades laborales cómplices. Los gobiernos del PAN no sólo abandonaron a los trabajadores: los traicionaron, favoreciendo un modelo que puso al capital por encima de la dignidad humana; pero, incluso en esos años de oscuridad, hubo quienes resistieron. El sindicalismo no murió, se mantuvo vivo en la lucha de base, esperando su oportunidad para resurgir.

Con la llegada de la Cuarta Transformación, algo cambió en el horizonte de los trabajadores: volvió la esperanza. Después de décadas de olvido y abuso, desde el poder se volvió a hablar de dignidad, de justicia laboral, de sindicatos libres y representativos. La reforma laboral de 2019 no fue solo una modificación legal, fue un acto de justicia histórica. Por primera vez en mucho tiempo, se escuchó con seriedad la voz del obrero. Se impulsó el voto libre y secreto para elegir dirigencias, se acabaron los contratos de protección firmados a espaldas de los trabajadores, y se abrió camino a una verdadera democracia sindical. En este nuevo momento, el sindicalismo no estorba, acompaña. No es una amenaza, es garantía de que el cambio llegue a todas partes, incluso a las fábricas, a los talleres, a los campos. Porque sin trabajadores organizados, no hay transformación posible.

El sindicalismo mexicano ha atravesado guerras, traiciones y silencios, pero sigue de pie. Su historia no es una reliquia del pasado, es una promesa viva de futuro. En tiempos donde se construye un nuevo pacto social desde abajo, los sindicatos deben ser protagonistas, no espectadores. Porque no hay justicia sin trabajadores organizados, ni transformación sin dignidad laboral. Hoy, más que nunca, necesitamos un sindicalismo fuerte, libre y combativo que acompañe al pueblo en su camino hacia un país más justo. La historia lo ha demostrado una y otra vez: cuando el obrero se organiza, el país avanza.


@vlado_lopez
Estudiante de Derecho en el Tecnológico de Monterrey. Miembro fundador del colectivo Renovación, promotor de la organización popular. Cree en la política como herramienta de transformación colectiva y en la justicia social como principio rector del cambio.

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