Resulta imposible ignorar que, durante los últimos meses, el proceso para elegir a quienes impartirán justicia en nuestro país ha ocupado un lugar central en el debate público.
Además de las incontables posturas encontradas, se han expuesto argumentos que abarcan desde la teoría constitucional hasta las implicaciones presupuestales, generando un torrente de opiniones convergentes y divergentes que, a pesar de sus matices, coinciden en un punto: México atraviesa un momento decisivo.
La reforma al Poder Judicial, vigente desde el 16 de septiembre pasado, abrió una ventana incomparable al visibilizar los problemas estructurales de un poder del Estado que, por décadas, pareció intocable.
Asimismo, dio forma a un nuevo paradigma en el que los ministros, magistrados y jueces dejaron de ser figuras remotas para convertirse en actores cuya cercanía —y eventual rendición de cuentas— concentra la atención ciudadana.
Thomas Kuhn, en La estructura de las revoluciones científicas, explicaba que una revolución no nos transporta de un mundo a otro, sino que nos enseña a observar la realidad con lentes distintos.
Precisamente eso sucede hoy: la lente ciudadana enfoca aspectos del Poder Judicial antes invisibles y esa nueva mirada redefine la manera en que concebimos la justicia.
No obstante, este viraje teórico se traducirá en un avance tangible únicamente si la ciudadanía convierte su interés en acción colectiva.
Por lo tanto, es oportuno recordar que el próximo domingo primero de junio tenemos una cita histórica con las urnas.
Ese día, mediante nuestro voto, determinaremos el rumbo de la justicia para los años venideros y consolidaremos —o desdibujaremos— la promesa de una judicatura realmente accesible y representativa.
Debido a ello, conviene reconocer la magnitud logística y humana detrás de la jornada.
Desde luego, la democracia no se improvisa. Consejeras y consejeros del Instituto Nacional Electoral, personal de capacitación, supervisoras, escrutadores y miles de ciudadanas y ciudadanos sorteados han invertido tiempo, energía y recursos materiales para que, al acudir a nuestra casilla, encontremos papeletas, mamparas y listas nominales íntegras.
Igualmente, un cúmulo innumerable de ciudadanos han afinado procedimientos de conteo y fiscalización para blindar la legitimidad del resultado.
Sin embargo, el mérito no se agota en la proeza organizativa.
En un plano simbólico, el primero de junio enviará al mundo un mensaje contundente: México puede someter a escrutinio popular uno de los poderes más herméticos sin sacrificar su compromiso con la pluralidad y el orden constitucional.
Como advirtió el magistrado Felipe de la Mata Pizaña, esta experiencia colocará a nuestro país como referente internacional sobre cómo elegir a las y los impartidores de justicia.
No obstante, conviene matizar. En efecto, muchas voces cuestionan el diseño institucional de la reforma: algunas señalan los riesgos de politizar el nombramiento de jueces; otras alertan sobre la posibilidad de campañas de desprestigio o la tentación de grupos de interés por capturar tribunales.
Aun así, negarlo no desharía la realidad.
Hoy la única vía responsable para transformar a nuestro Poder Judicial consiste en participar y vigilar, porque con nuestro voto materializamos —y disciplinamos— el mandato de elección popular.
En particular, ese voto ratificará que nuestro país está listo para profundizar su democracia más allá de los poderes tradicionales.
Asimismo, nuestra participación en la jornada comicial del primero de junio honrará las luchas históricas de juristas, activistas y movimientos sociales que exigieron una justicia transparente, cercana y confiable.
Tal conquista no es menor: significa que, por primera vez, la toga deja de ser un símbolo inaccesible y se convierte en un contrato social refrendado en las urnas.
Renunciar a esta cita que tenemos con la historia implicaría posponer la democratización de la justicia, quizá por generaciones, y permitir que inercias elitistas sigan dictando quién juzga y cómo se juzga.
Por el contrario, acudir a votar no solo fortalece la reforma, sino que anima a futuras correcciones, ajustes y perfeccionamientos respaldados por la legitimidad ciudadana.
En conclusión, el primero de junio no es una fecha cualquiera; es el día en que elegiremos el modelo de justicia que deseamos heredar.
Nuestra participación definirá si la reforma judicial se recuerda como un parteaguas exitoso o como una oportunidad desaprovechada.
De nosotros depende que el cambio no quede en el papel, sino que se traduzca en sentencias imparciales, procesos expeditos y derechos humanos protegidos.
Tenemos, pues, una cita histórica con la justicia: hagamos que nuestro voto cuente.