Chingarnos unos duraznos

Salíamos en bola con bolsas de la Comer a recorrer toda la colonia. Teníamos bien identificadas las casas con durazneros, había un chingo y siempre se les echaban a perder, así que no lo considerábamos vandalismo sino un favor.

—No sé para qué tienen árboles con fruta si no se la comen —nos justificábamos, jejeje, quizás pendejamente.

Pero bueno, éramos unos escuincles caguengues, aunque muchos compas adultos siguen utilizando la misma justificación para cualquier idiotez.

En la calle pasábamos todo el día desde que amanecía hasta las 12 o una de la madrugada y no nos daba hueva como cuando estábamos en clases.

Había un llano detrás de la calle, enorme, en el que peleábamos batallas épicas entre “Los grandes” y “Los chicos”. Obviamente los grandes eran regandallas y nos teníamos que defender como podíamos y echarles montón para que no nos ganaran. En una de esas guerritas me desgraciaron la nariz que ahora me da mucho trabajo, ironías de la vida.

Ya en la tarde noche salían las niñas a jugar con nosotros a Policías y ladrones o Bote pateado, pero irremediablemente terminábamos a los besos jugando Botella. Pinches morros calientes, nomás nos veníamos en chis pero ahí andábamos dándonos nuestros fajes infantiles.

Cuando se armaban los tochitos callejeros era el coliseo romano. Normalmente nos íbamos al campo, pero si ya era tarde nos rifábamos en la calle un tacleado. No sé cómo es que nadie se rompió nada, éramos unos salvajes y nos dábamos con todo, sin contemplaciones, y no se valía llorar.

Un Día de Muertos un chango hizo un muñeco de trapo y un ataúd con cajas de cartón, el morro era un psicópata que disfrutaba torturando animales para luego matarlos de las formas más crueles, lentas y dolorosas posibles, pero ese día nos sorprendió por su creatividad y la laboriosidad que el muerto en la caja supuso. Fuimos la sensación en la colonia porque pedíamos cooperación para el sepelio del muertito y los adultos reían y nos daban un montón de dulces y hasta dinero para pagar el entierro.

Pero ir a chingarnos los duraznos es de lo que más recuerdo, trabajábamos en equipo y nos coordinábamos para que uno echara aguas, otros dos se treparan al árbol o a la marquesina o a la barda para realizar la cosecha y abajo los demás recibían el botín de frutos verdes con interior amarillo, entre dulces y agrios. Luego de peinar la colonia y cuanto árbol frutal se nos aparecía, regresábamos a la calle, compartíamos el botín y contábamos las anécdotas de la hazaña con las niñas. ¿Así habrán sido las tribus nómadas de la antigüedad? ¿Niños jugando a robar duraznos y cazando presas?

No soy un nostálgico del tipo “cuando éramos niños todo era mejor”; lo pasado, pasado es y nunca volverá, y la mejor época de tu vida debe ser la presente, porque se supone que tienes más experiencia y eso quita lo pendejo (ya sé, soy un optimista). Pero últimamente el “Vamos a chingarnos unos duraznos” ha estado sonando en mi cabeza… tal vez ahora me acompañe mi hija.

Neta que viví una infancia bien divertida en ese lugar que mis papás escogieron para ver a sus hijos crecer libres y sanos, lejos de la ciudad y la violencia… luego crecimos y la vida nos alcanzó.

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