Después de los trágicos sucesos del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971, donde perdieron la vida, desaparecieron o fueron encarcelados cientos de jóvenes por matanzas perpetradas desde el aparato del Estado, la idea de permitir un festival de rock masivo en México al estilo de Woodstock parecía más que sospechosa.
Cincuenta años después, la Nación de Avándaro permanece como la conquista de la utopía en el imaginario colectivo, entre sus protagonistas y asistentes se le recuerda a modo de fiesta infinita que se desbordó hermandad, música, mística y una multitudinaria asistencia, con trazos artísticos apoteósicos y emblemáticos de un ritmo de cuatro tiempos que, como ocurría en todo el mundo, aquí también tenía su propio sello azteca. Sin embargo, entre los observadores y críticos de ayer y hoy el festival yace también como una emboscada a la juventud que posibilitó marginar la participación cultural de los chavos durante dos décadas; y quizá Avándaro significó la dolorosa estocada final de un gobierno de falso discurso revolucionario que cerró todos los caminos políticos y democráticos para los hijos del Pueblo en el Tlatelolco del 68 y el Halconazo de 1971, y que el 11 de septiembre de aquel mismo año evidenció desde la manipulación informativa como supuestos “rebeldes sin causa, ingobernables, drogadictos, y violentos”, a los mismos chavos que antes juzgó y sentenció como “comunistas y extranjerizados”.
Avándaro pasó de ser una increíble noche de rock y ruedas (llamado así por una carrera de autos que fue el pretexto del evento), a ser escenario de un gran linchamiento del coro mediático prosistema contra la juventud. “El infierno de Avándaro”, “Música, droga y sexo, el frenesí de Avándaro”, “¡Encueramiento, mariguaniza, degenere sexual, mugre, pelos, sangre, muerte!”, “Avándaro: la locura”, decían las ocho columnas de los encabezados para satanizar un encuentro de más de 500 mil jóvenes, que paradójicamente tuvo saldo blanco (imagínense si la misma cantidad de personas reunidas hubieran sido adultos en estado de ebriedad cuál habría sido el resultado).
Por ello, hay quienes desde entonces insisten —entre otras teorías— en que el festival fue autorizado para después sacarlo de contexto, y justo sepultar las intenciones libertarias de la reunión; apelando al sector conservador de la sociedad, a “la liga del pudor y la decencia”, las plumas orgánicas de siempre, y a “las buenas conciencias”, para deslegitimar el célebre concierto en aras de sabotear o neutralizar la potencia de un mensaje bien simbólico —pero de muy alto contenido y gran riesgo para el autoritarismo— cuando cientos de miles de jóvenes corearon la rola que cantaba: “tenemos el poder” de la banda tapatía Peace and Love. Hasta el buen Carlos Monsiváis se fue con la finta y llamó a la banda asistente al máximo cotorreo de todos los tiempos: “la primera generación de estadounidenses nacidos en México”.
Ante la fraternidad y comunión que se concitó entre los chavos presentes, como un halo que les resguardaba de las recientes y profundas heridas generacionales, la respuesta del régimen fue, primero hundir el festival en el desprestigio —para preparar el terreno del linchamiento y la estigmatización—, y después, desplegar la persecución, el hostigamiento, la censura y la marginación de todas las expresiones juveniles relacionadas con el rock durante los tres siguientes sexenios priistas.
Después de Avándaro vino el banderazo para la salida de miles de razias y apañanones a todo aquel que osara llevar la cabellera larga y tuviera ideas “exóticas o extranjeras”, con ello cerraron la pinza, la Dirección Federal de Seguridad de Miguel Nazar Haro y José Antonio Zorrilla era el brazo de la represión política hacia los estudiantes y la disidencia, y la policía del inefable Negro Durazo el brazo de la represión a los jóvenes de los barrios y colonias populares.
Cuentan los testimonios de los presentes en Avándaro que sí, hubo una que otra encuerada al calor de la música, en el goce de su libertad personal, uno que otro que se le pasó la mano en los excesos, al calor de buscar su propio nirvana, pero que la inmensa mayoría prevaleció relajado y hermanado con el canto, el baile y la música de rock que sonaron durante horas, en una fiesta nacional juvenil inédita y que después se supo única, imprescindible e histórica.
Los Dug Dug´s, El Epilogo, La División del Norte, Tequila, Peace and Love, El Ritual, Bandido, Los Yaki con Mayita Campos, Tinta Blanca, El Amor, el Three Souls in my Mind fueron el mágico cartel, cada uno con presentaciones entrañables. Alex Lora cuenta que al Three le tocó abrir el festival (mientras probaban el sonido) y cerrarlo, a su decir ante medio millón de almas; de un episodio singular donde el rock ni de lejos estaba domesticado o estandarizado. Ya los años posteriores con la marginación al rock, fue el propio Lora el encargado de mantenerlo vivo en los famosos hoyos fonky de la periferia de la Ciudad, y el rock pasó de los chavos hippies y fresas a ser bandera de los chavos banda y de onda, en salones, patios o bodegas clandestinas donde la banda se reunía siempre en domingo, desafiando al régimen autoritario, con riesgo de ser apañados, y con la música de las bandas sonando a veces solo con un par de bocinas y algún foquito de fondo.
A cincuenta años nos queda honrar esa idea de una nación de sueños y libertades edificada en un inmenso valle en Avándaro; para los que no estuvimos ahí, pero sabemos que sus protagonistas fueron nuestros hermanos rebeldes jóvenes de corazón y espíritu libertario nos queda recuperar ese espejo enterrado por los conservadores en el amarillismo y la estigmatización, esa torre demolida por los hipócritas de la época; porque ahí confluyeron los valores de la contra cultura, el derecho a decidir sobre el cuerpo, la protesta convertida en creatividad y música, la esperanza de reconocerse en el otro, en el que piensa similar y en el que piensa diferente, la inserción en la vida pública de amplios sectores juveniles que eran olvidados o menospreciados, el respeto a las diversidades, y sobre todo la alegría de vivir con paz, amor y libertad.