Todo comenzó con el sueño de un mundo interconectado.
A principios de esta década, la utopía de la comunicación parecía consolidarse en cada like y en cada fotografía de viaje que subían tus padres a sus perfiles. Durante el lanzamiento y los primeros años de plataformas sociodigitales como Facebook, Twitter y Youtube, pocos usuarios podrían haber imaginado que éstas se convertirían en una pieza clave que marcaría el rumbo de la economía británica, la política estadounidense o la seguridad en Medio Oriente. Aún menos podrían haber previsto que podrían poner en peligro la democracia a nivel internacional.
Hoy en día, las plataformas digitales se han convertido en una herramienta popular a partir de la cual se articulan redes de apoyo en contextos de desastre natural, se organizan protestas y resistencias contra gobiernos como el de Nicolás Maduro en Venezuela e incluso se coordinan y planifican revoluciones y levantamientos armados como los que caracterizaron la Primavera Árabe. En las últimas elecciones de nuestro país, supusieron la democratización del debate político y de las interacciones entre los candidatos y la ciudadanía. Podemos decir, por tanto, que el espacio digital se ha vuelto una arena fundamental para generar ciudadanía y hacer política.
No obstante, aunque pareciera que el ámbito digital se trata de un espacio público —según el Inegi, en México hay 80 millones de internautas, de ellos 60 por ciento son jóvenes entre 12 y 30 años—, debemos tomar en cuenta que de facto aún se trata de espacios privados, pues excluyen a gran parte de la población nacional. La relegación no sólo se debe a un tema de acceso o uso de la tecnología en términos instrumentales, sino también a que no se cuenta con las herramientas o el suficiente desarrollo de aptitudes necesarias para ejercer un uso sensato e informado de las redes sociales. Este último punto es el que nos explica por qué fenómenos como los de los bots y las fake news han encontrado un campo fértil para reproducirse.
Quizá muchas fake news nos pueden en ocasiones parecer inofensivas y hasta graciosas, porque las desvelamos como torpes en cuanto a su diseño, que resulta poco creíble. Sin embargo, no hay que tomarnos a la ligera estas estrategias para desacreditar y persuadir a la opinión pública; porque, cruzadas de forma perspicaz con otros elementos, como por ejemplo el análisis de datos, pueden resultar en un poder aterrorizante.
Hay tres puntos clave para comprender el poder y el negocio que se ha generado a partir de Facebook, Twitter y Youtube:
1) Tienen la capacidad de recolectar todo tipo de datos de millones de personas en el mundo y hacer perfiles psicográficos que describan las personalidades y consumos culturales de los usuarios
2) Trabajan de la mano de empresas que analizan estos datos y traducen los hallazgos en estrategias de márketing o propaganda política —incluyendo mensajes y noticias falsas dirigidas en específico a los votantes indecisos y, por tanto, más influenciables—.
3) Finalmente, todo este manejo de nuestra información lo realizan sin que nosotros lo consintamos o siquiera estemos al tanto, lo que nos vuelve aún más vulnerables.
Cambridge Analytica trabajó bajo esta metodología dentro de las campañas de Donald Trump. Según su antiguo ceo, Alexander Nix, el resultado de la elección habría sido completamente distinto sin la participación de esta firma. Cambridge Analítica también ha sido vinculada con la campaña que fomentó el voto a favor del Brexit. La ejecución de sus estrategias propagandísticas fue tan sensible y controvertida que el congreso británico la comparó con técnicas de comunicación en guerra, particularmente con aquellas implementadas por militares para evitar que los jóvenes de Medio Oriente se afiliaran a grupos terroristas como Al Qaeda.
Sí, las redes sociales almacenan de forma bruta millones de datos de sus usuarios —nombres, edades, fotografías, círculos cercanos, a dónde viajan y con quién, qué marcas prefieren, por qué partido votan, cuáles son las causas que apoyan; tienen acceso a tu ubicación, a tu micrófono, un registro de tus pagos, tus búsquedas; data points que no imaginaríamos—, pero es quien sabe procesar sus secretos y develar su sentido, quien conecta esos puntos y encausa los perfiles hacia una estrategia de márketing o propaganda, quien hoy posee la capacidad para modificar el rumbo de una ciudad, una gran potencia o toda una región de forma tan sutil que, si no fuera por las recientes filtraciones y informantes que levantaron la voz, quizá jamás hubiéramos advertido que sucedía.
¿Y entonces? ¿Se deberían regular? Hay quienes dicen que estas plataformas no deberían regularse de forma alguna en virtud de la libertad de expresión, que se debe de evitar cualquier tipo de censura gubernamental. Además, sostienen que los usuarios de redes sociales son suficientemente capaces y tienen la inteligencia para elegir qué es lo que quieren ver en sus redes, que son libres de diversificar sus consumos de información para contrastar y completar su conocimiento. Están convencidos de que saben cómo discriminar correctamente la información útil/verdadera de la no útil/falsa. Finalmente, argumentan que es responsabilidad de los usuarios conocer los riesgos y los mecanismos en redes sociales para proteger sus datos.
Por otra parte, hay quienes piensan que las fake news, los bots y las campañas dirigidas efectivamente modifican el contexto de las personas e incentivan exitosamente ciertas actitudes de los usuarios frente a temas de coyuntura, propuestas de campaña y en general frente a noticias diarias: prueba de ello es que los votos se pueden mover ante ciertos estímulos digitales. Por otra parte, culturalmente los internautas y consumidores de medios de comunicación se limitan a revisar contenidos que refuercen sus convicciones previas y no suelen diversificar puntos de vista o argumentos que les sean adversos —psicológicamente es más gratificante así y por ello existen las cookies—.
Es precisamente por esto que resulta fundamental implementar, por ley, campañas que desarrollen las competencias de la población, que incentiven el ser críticos en el uso de las plataformas digitales y que extraigan el potencial de los internautas. No se trata de pensar que las personas son tontas o poco capaces, sino comprender que para tomar decisiones autónomas se necesita primero una formación crítica que nos enfrente a ese panorama oculto, que haga manifiestos los intereses y los chispazos de poder que existen entre los circuitos electrónicos, porque sólo entonces entenderemos cómo funcionan las redes de información.
Necesitamos cursos prácticos para aprender a discriminar noticias falsas de verdaderas. Campañas que expliquen qué es un algoritmo, que incentiven el consumo contrastado entre preferencias políticas y sociales diversas. Necesitamos que, por ley, se cambie el de fault y se generen contextos que nos empoderen sobre cómo funcionan las redes en relación a nuestros perfiles digitales y nuestros datos.
Necesitamos, en suma, que el gobierno trace las obligaciones de los programadores de redes sociales y sitios web cuyo alcance incluya a México. Que el funcionamiento de sus sistemas en nuestro país sea realmente un servicio y esté sujeto a una operación transparente y responsable con los usuarios al momento de alfabetizarnos y formarnos en el uso de redes sociales.
Hace falta que desde hoy se tomen medidas que nos doten de dientes a los ciudadanos digitales para que, en siguientes elecciones, ningún grupo de especialistas financiados por empresarios y magnates pueda tomarnos por sorpresa en un asalto a nuestra democracia.
Camila Martínez Gutiérrez. Estudiante de Comunicación Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y tiene estudios en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Fue integrante del Primer Parlamento de Mujeres de la Ciudad de México.
@CamMttz
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