La novela es un artefacto para la profundidad, un recurso de observación múltiple por síntesis estomacal, un agente de transformación, ruptura y placer.
O bien puede ser una maqueta manipuladora cuya aparente robustez esconda un vacío de facultades críticas y creadoras: un ladrillo para confirmar pensamientos previos sin descubrir, sin derrumbar, sin germinar nada. Sin que el dios ciervo de la duda sature con sus filamentos el margen de la visión —como sugiere hacer el Hayao Miyasaki de La princesa Mononoke (1997).
El de la maqueta sin afán es el caso de La guerra de Galio (1991), del opinólogo Héctor Aguilar Camín: una novela que no se atreve a reconocer otredades, a trascender machismos funcionales para la venta de ejemplares, a someter a crisis creencias útiles o a emprender el acercamiento que intente una comprensión de la múltiple realidad abrumadora de un país como México, no obstante las 600 páginas que la presumen como trabajo literario.
La guerra de Galio describe la política presidencialista del México de la década de 1970 mediante tres ejes.
El primero son las operaciones ocultas, obvias pero fuera de protocolo, de la Secretaría de Gobernación, encarrerada en procurar injerencia en la vida pública nacional mediante el convencimiento sensual, la intimidación tácita o, abiertamente, el atropello y la vejación. Una dependencia federal para la que trabaja Galio Bermúdez, especie de pitoniso decadente incluido en la nómina discrecional del gobierno federal, y el espíritu moral que pretende cohesionar el destino del libro, como permite pensar título.
El segundo es la relación tensa entre la prensa crítica y el periodo presidencial de Luis Echeverría, cuyo paroxismo de confrontación ocurrió el 8 de julio de 1976, cuando una asamblea golpista terminó por arrebatarle a Julio Scherer García la dirección del Excélsior luego de meses de cabildeos, advertencias, amenazas, presiones paralelas. Un hecho que derivó en la fundación del semanario Proceso, bajo la dirección desde el día uno de Scherer y la subdirección del novelista y dramaturgo Vicente Leñero, quien a su vez retrató el episodio en su novela-crónica Los periodistas (1978).
El tercero son las guerrillas que exigieron en esa misma década el reconocimiento de su otredad a un poder monolítico encarnado por el gobierno federal, aunque este último no dudó en ejercer su monopolio de la violencia mediante la represión de los movimientos opositores con operaciones de desarticulación a cargo del ejército mexicano —en tantísimas ocasiones violatorias de derechos humanos: responsables de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, tortura, criminalización. Así, Lucio Cabañas, quien desde el Partido de los Pobres y la ocupación militar de la sierra de Guerrero extendió sus demandas de justicia social, y la Liga Comunista 23 de septiembre, nombrada así en reconocimiento a un intento de toma del cuartel militar de Madera, Chihuahua, para dirimir demandas agrarias, aparecen en La guerra de Galio como los actores de la insubordinación, como ese pulso rebelde espiado, intervenido, golpeado y exterminado por las fuerzas oficiales.
De pretensiones interesantes en principio, La guerra de Galio es una novela pésima en tanto que impone una lectura monocromática de fenómenos necesariamente diversos, continuos, irreductibles en su tentación contradictoria, su sagacidad, su amplitud, como el de la pasión periodística desbordada en un régimen político sui géneris que, a decir de Mario Vargas Llosa, era envidiado e imitado por los dictadores de América Latina: el del PRI; o el de la guerrilla como aliento radical de transformación, que escritores más serios que Aguilar Camín, como Carlos Montemayor, Omar Cabezas o Jon Lee Anderson, estiman episodios de dignidad lúcida y exigente: algo más que cosquillas improcedentes de adolescentes tardíos, algo más que una enorme estepa verde.
Por el contrario, la guerrilla engloba movimientos que trascienden la mera dimensión de golpeteo militar y, en cambio, pretenden articular proyectos políticos con raigambre popular, amparados en bases sociales definidas, con visión de proyectos inclusive nacionales y opiniones colegiadas, multifactoriales, del mundo. Mucho más que un mero antojo de la pasión y las frustraciones mal sublimadas. Organización popular, no improvisación resentida.
Los personajes de La guerra de Galio, ay, decretan con analfabetismo superiorista que quienes, dentro del libro, tomaron las armas y pasaron a la clandestinidad, lo hicieron ebrios de revanchismo familiar y de alucinaciones voluntariosas incapaces de comprender el paso musical, paulatino, procesual, institucionalizado, de la historia, del gran sistema político mexicano. Se trata, pues, de quienes no se adaptaron con pragmatismo y sonrisa a los tiempos y formas de la estructura existente, algo que, en vida, fuera de la literatura, hace muy bien Aguilar Camín, amiguísimo personal de Carlos Salinas de Gortari —como exhibe el documental La muñeca tetona, de Diego Enrique Osorno (2017)—, beneficiado de proyectos culturales como la editorial Cal y Arena o la revista Nexos, comentarista sempiterno en una tribunita sin privilegios: Televisa, protagonista frecuentado de la estructura oficial que dibuja cierta literatura mexicana, tal vez preponderante. Etcétera.
Su novela, pues, rehúsa hundirse en las viscosidades cimbradas de aquello que describe. Una insuficiencia que, en vez de venderla como monumentalidad, su autor bien podría confesar en difícil operación honesta, lo que, mejor, sí haría literatura: no por incorrección moral, sino por asumir un asomo, que se sabe parcial, a las dificultades de la realidad: siempre contradictorias, rebosadas, humanas, de asalto, buenas para ser indagadas por un milenio.
Aguilar Camín pretende, más bien, aleccionarnos en dictamen unilateral: Octavio Sala —trasunto en el relato de Julio Scherer— se convierte en un autoritario y sordo lobo solitario con necesidad de venganza conceptual; los guerrilleros del libro, Paloma, Santiago y Santoyo, rechazan su pasado de actividad política como una impertinencia necesitada de directriz adulta y conciliadora; y las mujeres del libro, todas, sin excepción —Mercedes, Oralia, Paulina, Paloma y hasta Fernanda, la hija adolescente del protagonista, Carlos Vigil—, funcionan siempre y casi nada más como agentes eróticos: son animales deseosos y disponibles para los apetitos fornicadores del dueño del mundo, no profesan opción, pensamiento, objeciones, problematización desmitificadora, contraste punzocortante. Meros entretenimientos funcionales para hacer avanzar desnudos que mejoren el desempeño comercial de la novela.
La creación significativa, por fortuna, está en otra parte. La literatura, por tenacidad y enamoramiento, subvierte el mundo, repudia al poder, olfatea el escarpado y sanguinolento núcleo expandido del alma: no se conforma con sentencias aplanadas.
Al mundo, en su inexplicable complejidad que seguimos desentrañando, le corresponden sus espacios artísticos tan ricamente arábigos, sinuosos y diversos como la piel.
Para la manipulación diseñada, que enyesa prejuicios antes que divulgar correspondencia de matices, el oficio complaciente de Héctor Aguilar Camín está bien.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus
Otros textos del autor:
-Libros que me he robado; libros que me han robado
-Los nazis ganaron la guerra