«Los patos se comen a los intelectuales».
Lo sentencia así, al menos, con certeza de gelatina, uno de los libros más exquisitos y desbordados que ha visto nacer la literatura latinoamericana: Metafísica de la fábula: Manuscritos de Ángel Castillo, publicado en México en 1979.
Una novela sin novela que es un epistolario dirigido para el alacrán y para nadie, ni siquiera el hocico cursi de una chimenea; un cuaderno de escritura donde se ensaya sobre la leche de Oaxaca y la nariz pagana de Leonora Carrington; un poemario sin solución de continuidad que saquea a Macedonio Fernández, Luis Buñuel, Samuel Beckett, José Revueltas, Rosamel del Valle y Gonzalo Rojas. Un cefalópodo con franca admiración por la risa que mutila las frentes de mármol de la preocupación intelectual y que percibe con inquietud las oportunidades de la visión: el cangrejo con espinas de rosa se repliega ante la luz.
Una provocación porosa que puede leerse en todas direcciones: desde el principio, que no existe; por la mitad, que se calcula mal y distinto cada vez, o de atrás para adelante, en otra búsqueda de la pasión: todo un tramado de posibilidades intimadas.
Un libro que es resultado en grumos de la síntesis de una larga tradición de vorágines trogloditas, tejidos por color, alucinaciones, rezagos adoloridos, biznagas, basamentos, invasiones, faros moriscos y sobreposiciones a la marginación por dignidad inventiva: combinación a la que todavía le llamamos Latinoamérica.
Un atrevimiento artístico que así habla:
«¿Cuál es la raíz cuadrada del infinito?
—Cuernos —solloza Genoveva y se muerde la piel que rodea su ombligo.»
«—Tenía miedo de venir. Ahora tengo la sospecha de haber venido».
«La inteligencia es incapaz de crear monstruos: he ahí el crimen de la inteligencia. Ella es, por desdén, profundamente destructiva. Sólo el juego monstruosamente irracional es capaz de poenrse de pie delante de un espejo. Diríamos, luego, que toda monstruosidad —¿por complejos de higiene?— es profundamente constructiva. ¿Será mejor? ¿O sería preferible que la miel se pudriese antes del doloroso retorno al vientre de sus abejas».
«Los chapulines sonríen y chupan la leche de los murciélagos en el fondo del Pozo».
Detrás de un título así, desafiante en su humildad de opio, no puede sino haber un animal quijotesco e irrepetible: el poeta chileno Hernán Lavín Cerda (1939), residente en México desde 1974 tras el golpe de estado que desmanteló el gobierno democrático de Salvador Allende en su país con intervención de la CIA estadounidense.
Lavín, otro de los magnéticos hongos de un país de poetas: el de Pablo Neruda y Nicanor Parra. Esta última, a su vez, una noción que hay que comenzar a desmontar, como me dijo en una ocasión la cuentista Nina Avellaneda, nacida en la región de Valparaíso.
«El otro día repartían una antología de poesía chilena… Enrique Lihn… Pablo De Rokha… ¿Esa es la poesía chilena?», lamentó alguna vez frente a un café quizás exprés. Los mismos peludos de siempre que se han solidificado hasta cansar y mitigar un panorama necesariamante más complicado.
O sea que, además de acostumbrarse a la ceremonia del aplauso, también hay que atentar contra el mito de la Poesía Chilena y, por supuesto, leer más a sus mujeres. Aprender el mundo del ortopedista y sus variaciones para luego desmantelarlo.
Hacia la otredad.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros
y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus