A Katharina Blum, una joven trabajadora de plena meticulosidad y discreción, el tratamiento mediático irresponsable, la necesidad urgida del escándalo irreflexivo convertido en portada, le destruyó la vida. Solamente.
EL PERIÓDICO, sin atender los requisitos básicos de profesionalismo en el periodismo, la acusa de participar en la izquierda radical alemana de la década de 1970, de conspirar contra el statu quo del capitalismo ascendente y de favorecer con complicidades y afecto a un activista clandestino.
La versión de ella, que le importa poco a la publicación, es inmensamente distinta: trabajadora, elogiada por su comunidad, afanada en llevar una vida en paz en contrasentido a las dificultades de su hermano, padre y madre, Blum se enamoró de un sujeto al azar en una fiesta de disfraces por el carnaval y decidió ejercerse. Sí, bailó con él toda la noche como si lo conociera y lo llevó a dormir a su casa sin preguntarle demasiado ni atosigarse por que desapareciera antes del primer amanecer, lo que para la policía que la interroga es motivo suficiente de sospecha y para el periódico que recibe filtraciones es sustento irrevocable de culpabilidad. Suficiente para levantar portadas escandalosas repletas de acusación e insinuaciones, que serán masivamente leídas por el entorno social de Blum. La suerte, entonces, está echada y la joven de 27 años queda sumergida en una ciénaga de desprecio colectivo, juicios sumarios erguidos desde el cotilleo, un descrédito social irreparable y la incomprensión masiva de las sutilezas del caso.
Esta historia la narra el periodista y novelista alemán Heinrich Böll, premio Nobel de literatura en 1972 y conocido por su tierna y demoledora Opiniones de un payaso, en su novela breve El honor perdido de Katharina Blum (publicada en 1974 y adaptada al cine por Volker Schlöndorff el año siguiente).
El libro describe a un periódico que fuera de la ficción recuerda al Bild-Zeitung (literalmente, periódico de imágenes; algo así como El Gráfico) y hace pensar en paralelo en la vociferación con que la derecha mexicana se mostró estos días completamente negada a emprender un ejercicio amplio de comprensión integradora del secuestro y asesinato de Eugenio Garza Sada el 17 de septiembre de 1973, más allá de la lapidación urgente.
Pedro Salmerón, entonces director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), publicó un texto donde llama a los jóvenes de la Liga Comunista 23 de septiembre «valientes», lo que desató el escándalo entre quienes sólo aceptarán comprender a Garza Sada como un mártir y fundador en el México imaginario de la prosperidad uniforme.
El diario Reforma, el monero Paco Calderón (que, a la Luis XIV, acaba de afirmar en una mesa con Carlos Loret de Mola: «el Reforma soy yo»), León y Enrique Krauze, Felipe Calderón, Gustavo de Hoyos y el mismísimo Tec de Monterrey repudiaron el adjetivo del funcionario de la llamada 4T, impedidos a aprovechar la circunstancia para abrir una discusión demasiado postergada sobre un proceso poco conocido en México, si bien estudiado a profundidad por intelectuales como Laura Castellanos y Carlos Montemayor: el de la guerra sucia, el de las guerrillas de la década de 1970 como organizaciones sociales propositivas, si bien susceptibles del error como cualquier proyecto humano, el de la represión echeverrista como continuidad contra el proceso social desde Miguel Alemán, el de la nunca superada tensión entre clases sociales en un país abrumadoramente desigual.
Un Estado mexicano que evidenció su negación al diálogo democratizante en Tlatelolco de 1968 y en el Halconazo de 1971, cómodo en el autoritarismo y la verticalidad a ultranza, acostumbrado a presumirse con todos los pelos de la burra en la mano, no sólo llevó a la radicalización a un sector definido sino que, en contraparte al asesinato del prócer de la riqueza regiomontana, sometió a sus detractores y críticos a una persecución sistemática, de censura y exterminio perpetrados por fuerzas oficiales.
«Sería bueno recordar las acciones en contra de los jóvenes: los simulacros de fusilamiento, la tortura de la picana que se aplicaba a los detenidos en los pezones, los labios, las partes blandas, la tortura del Tehuacán con gas que se introduce en la boca y revienta el tímpano, los sótanos en que los muchachos esposados aguardan tirados en el suelo, la falta de agua para lavarse (muchos compañeros se zurraban en los calzones), la oscuridad del sótano, la búsqueda infructuosa de las madres en todas las cárceles clandestinas de México», escribe Elena Poniatowska este domingo en La Jornada.
La tensión de esta historia, indispensable entenderlo, es relato vivo en México: una madre cuyo hijo desaparecido fue acusado de participar en el secuestro de Garza Sada, fue candidata a la presidencia en 1982 y ha contribuido con su testimonio de vida y su activismo a la apertura democrática del país: Rosario Ibarra de Piedra. El individuo que disparó contra el empresario había infiltrado la guerrilla y tenía cédula en la siniestra Dirección Federal de Seguridad (DFS) bajo interés de Luis Echeverría, como me hizo saber el reportero Maurizio Montes de Oca con base en Nadie supo nada: La verdadera historia del asesinato de Eugenio Garza Sada, el libro de Jorge Fernández Menéndez. La asfixiante tensión entre ricos y pobres define todavía, evidentemente, el rostro cotidiano del país con una contundencia tal que sólo siendo expresidente por el PAN es imposible verlo. La acumulación de riqueza implica, sí o sí, acumulación de pobreza, como recuerda el filósofo argentino Enrique Dussel, por lo que es urgente dejar de pensar a los empresarios como meros filántropos y adalides de la creatividad fundadora de negocios, y en cambio localizarlos con responsabilidad ética en un marco integral de complejidades descobijadas. Etcétera.
El escándalo propiciado tras el texto de Salmerón era una oportunidad espléndida de volver a abrir un diálogo siempre inconcluso, insuficiente. Pero la derecha dejó claro que no aceptará una aproximación a la historia que no endurezca sus criterios y reitere sus elogios, sus fijezas mentales, su «verdad histórica»; que no refuerce su noción de un país estabilizado por la presunta bonanza financiera de los fundadores empresariales; que atente con deslizar un centímetro los andamiajes de su relato. Transparentó que les importa muchísimo el dominio favorable del discurso, y, por supuesto, dibujó nítidamente su talante autoritario: no a la sana conversación que plantee inquietudes, no a la revisión detallada que sintetice contradicciones, no a nuevas mesas de pensamiento: esto fue así, sucedió así, es así y así debe entenderse; y quien no faculte sus desempeños en esa dirección, que renuncie.
Pero, como muestra Heinrich Böll desde el pensamiento literario, las verdades decretadas desde el periodicazo y la portada rápidamente sentenciosa, desde el ruido mediático que se urge a la conclusión a cuatro columnas o en 280 caracteres, desde la nube digital de reiteraciones, no son el irreductible, sutil, específico, ancho caudal de la realidad.
Hay que honrar la amplitud del mundo con una atención dispuesta a la diversidad y, definitivamente, oír antes de hablar.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus
Otros textos del autor:
-Achatarrar complejidades: La guerra de Galio, de Aguilar Camín
-Pablo Larraín y la intimidad confundida en la catástrofe pública