De tanto en tanto, la mal llamada “comunidad internacional” (que no es más que un grupo compacto de potencias globales buscando expandir su dominio e intereses) se activa para interferir en los asuntos internos de otras naciones. Siempre lo hace bajo el añejo argumento de la defensa de los derechos humanos y la democracia, aunque sean los últimos en respetarlos dentro de sus propios territorios.
Cuba, Siria, Libia, Afganistán, Honduras, Venezuela, Bolivia: la lista es larga y extensa. Todo gobierno, independientemente de lo indefendible de algunos, que ha osado aspirar a construir su destino con independencia de los designios de Estados Unidos y sus amigos, ha tenido que enfrentar la más despiadada ofensiva económica, política y hasta militar de los paladines de las libertades. Donde han llegado para instalar su “democracia”, han dejado sangre, destrucción y sociedades desgastadas por la voracidad de quienes no han terminado de entender que el mundo no les pertenece.
En este contexto, resulta escandalosa la hipocresía de líderes mundiales, activistas y defensores de derechos humanos que han guardado un silencio sepulcral sobre el conflicto político en Cataluña, donde se han violado todo tipo de garantías democráticas a sus líderes y al Pueblo catalán.
A pesar de que la cuestión catalana data de muchos siglos atrás (los antecedentes de la Generalitat, máximo órgano institucional, se remontan hasta el siglo XIV), y no es de mi interés dar una lección histórica sobre una nación que no es la mía, ha sido en los últimos diez años que el movimiento independentista ha tomado una fuerza inaudita, hasta lograr una mayoría parlamentaria de partidos a favor de la independencia en el Parlament de Cataluña. La respuesta del Estado español frente a una demanda democrática que bien podría ser canalizada políticamente de manera pacífica a través del diálogo ha sido obscenamente violenta y antidemocrática. Si así actuara cualquier gobierno latinoamericano nacional-popular, ya habría en las calles tanques de guerra enviados por los amigos del norte.
Hace tres años, ante la ausencia de voluntad conciliadora que se tenía desde Madrid, y con las calles repletas de ciudadanos pidiendo que se les escuchara, el independentismo catalán organizó, desde las instituciones, un referéndum que no tendría carácter vinculatorio pero que serviría para poder medir el pulso en la sociedad catalana y así poder marcar una ruta de futuro. La reacción del Gobierno de Mariano Rajoy fue siniestra: el 1 de octubre envió a las fuerzas policiales españolas a sabotear la celebración de la consulta de una manera demencialmente violenta, dando toletazos a quienes acudían a votar de manera civilizada (así se tratara de personas mayores, mujeres e incluso niños). Repito: gente que acudía a colocar papeletas dentro urnas salía con la cara molida a palos por la policía. No puedo dejar de pensar en lo que pasaría si los Presidentes de México o de Argentina se atrevieran a actuar así. Posiblemente ya no estarían en su cargo.
Desde entonces, la cosa ha ido mal en peor: los dirigentes políticos y activistas encargados de la organización de dicho referéndum llevan más de tres años presos y, quienes no, forzosamente exiliados. Apenas hace unos días el Presidente legal de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, fue inhabilitado y separado de su cargo por el grave delito de colocar una pancarta en el balcón central de la institución en solidaridad con los presos políticos independentistas. Por cosas muy menores a eso la comunidad internacional ya hubiera gritado: ¡Dictadura! en cualquier otro lugar del planeta.
Como está claro, las instituciones políticas y judiciales españolas, herederas de los peores resabios del franquismo, continúan empecinadas en aplastar a toda costa a una parte mayoritaria de la población catalana que, con toda razón, no quiere seguir formando parte de un lugar del que se sienten excluidos, maltratados y despreciados.
Basta un mínimo de decencia para señalar que en España hay, por decirlo suave, un grave déficit democrático y deben condenarse tajantemente la represión de la que tantos ciudadanos de Cataluña están siendo parte. Desde este pequeño y humilde espacio, envío toda mi solidaridad a las mujeres y hombres que hoy no pueden dormir en casa, con su familia, por el gravísimo delito de colocar urnas para que su pueblo pudiera expresarse. No habrá forma de que el actual gobierno -progresista- español tenga una valoración histórica positiva si no se reivindica ante la sociedad catalana. Para ello tiene que seguir, como mínimo, dos pasos que podrán orientar el camino hacia la solución pacífica del conflicto: amnistía para presos políticos y exiliados y la convocatoria, por primera vez en la historia y de manera pactada, a un referéndum legal mediante el cual las y los catalanes puedan votar libremente en ejercicio de su derecho de autodeterminación.
Cuando eso ocurra, sea cual sea el resultado, podrá hablarse de un país plenamente democrático que respeta los derechos humanos de sus habitantes. Hasta entonces, habrá que alzar la voz, sin importar ideologías ni corrientes de pensamiento, por el pueblo catalán. La comunidad internacional continuará desaparecida mientras no les afecte. Los derechos humanos y la defensa, como está claro, es lo último que les importa.