El oxímetro marcó 83% en el dedo de Faustino, mi abuelo. Días antes le había cambiado el tono de voz y el patrón de respiración no era el mismo. Mi familia me preguntó qué debía hacer y yo en automático les dije: “llevarlo al hospital”. Hubo resistencia porque creían que ahí se enfermaría de Covid-19 y sólo hasta que una geriatra mandó un mensaje de voz explicando que al ser población vulnerable tenía que acudir de inmediato, accedieron a llevarlo a valoración.
Un par de horas después recibí una llamada donde me decían que lo debían internar porque sus estudios del pulmón estaban muy mal y me preguntaron si debían firmar un consentimiento de intubación en caso de requerirlo. No pude contestar porque me puse a llorar de dolor al saber que estaría solo en un hospital que, además de ser una mala experiencia para cualquiera, es especialmente hostil contra los más grandes. Nos recitaron la letanía de mal pronóstico para la vida por los 96 años de mi abuelo y porque una neumonía deteriora mucho el estado de salud. Me concentré en desear que le tocaran profesionales de la salud que lo acompañaran con calidez en lo que probablemente eran sus últimos días de vida.
Pasaron los días y las noticias de su estado de salud a través del teléfono se parecían unas a otras: “satura bien con oxígeno, está delicado pero estable” finalizando con un “mañana nos comunicamos”. De reprente, un día nos avisaron que lo darían de alta y que esperaran las instrucciones de su egreso en beve. Todos festejamos prematuramente porque al siguiente dia nadie se comunicó. De hecho, la información que había en internet había cambiado a la leyenda: “estado de salud grave”.
Al anochecer, la llamada que esperábamos nunca llegó; yo pensé lo peor. Me recriminé porque lo había llevado a morir solo. Después de estar varias horas sin saber qué hacer, logramos comunicarnos con el personal del hospital para que nos explicaran lo que realmente sucedió: había sido ingresado a un área no restringida para familiares y que los de la primera área creyeron que los de la nueva nos darían informes; los de la segunda, al revés: una total confusión. Finalmente pudo ir mi hermana a verlo para encontarse con la lastimosa escena de ver a mi abuelo amarrado y en total delirium, la falta de su rutina diaria incluyendo baños de sol había hecho efecto.
Faustino estaba muy angustiado, desorientado y desesperado. Sin embargo, las únicas indicaciones médicas fueron suministrarle un antipsicótico e insistir en que lo controláramos para que no se descanalizara. Olvidaron explicar las medidas para prevenir y manejar de manera más humana el delirium, con sencillas indicaciones que me comunicó su geriatra de cabecera. Al transcurrir las horas, mi abuelo pudo recuperar la cordura para iniciar el camino a la mejora. Cuando fue mi turno de ir a verlo, con tristeza vi lo que el abandono puede causar en alguien de su edad, pues a pesar de que las indicaciones médicas decían movilización contínua, nadie fue a moverlo y presentó entonces úlceras en la espalda. Incluso con lo alarmante que se veía, era más grave su respiración porque hacía mucho ruido al meter aire. Lo consulté entonces con una experta que dijo que parecía broncoespasmo y había que darle medicamentos. No conseguí que llegara ningún médico por la falta de personal. Al día siguiente, mientras trabajaba, me mandaron un video de él con la respiración mucho más alterada y entonces insistí que consguieran a un doctor de donde fuera. Lograron que lo fueran a valorar pero les dijeron que era normal.
No logro entender cómo puede ser considerado normal que cueste trabajo meter aire a los pulmones.
Es misma tarde fui a verlo. Logré hablar con una enfermera y comunciarle mi angustia como médico ante lo que estaba pasando: saber que algo no está bien y no poder hacer mucho. Gracias a ella pudo ir un médico que lo revisó con calma y entonces le indicó nebulizaciones con medicamento que, en automático, revirtieron la dificultad respiratoria. Obviamente me dio mucha alegría, pero a la vez sentí tristeza al darme cuenta de las grandes deficiencias que el sector salud tiene en cosas tan elementales. La medicina no se trata solo de indicar el antibiótico, sino de crear una situación integral en la que se mejore la salud del enfermo, haciendo énfasis en los más vulnerables.
Hoy, Faustino está en casa cenando como siempre su pan con café con leche, tomando el sol -conectado a un aparato de oxígeno suplementario- y corroborando la hora periódicamente en cada uno de los relojes que colecciona. Ojalá todo aquel que ingresara a un hospital pudiera tener este desenlace. Evidentemente hay ocasiones en que la gravedad de la enfermedad no lo permite, pero me pregunto cuántos finales cambiarían de prestar más atención a la angustia ajena a la que a veces nos acostumbramos, perdiendo la capacidad de tamizar.