Nunca me han interesado las listas de Pellegrino ni me emocionan las estrellas Michelin. No tengo nada contra los tops de “los 10 lugares que debes conocer para cenar con tu pareja”, incluso reconozco su rol dentro de la promoción de lugares o la guía que ofrecen cuando se llega a una ciudad desconocida y no cuenta con referentes ni pistas sobre qué o dónde comer.
Le confiero más autoridad a un amigo, a los tacos de cabeza que me presentó mi hermano, a los pambazos de la Escandón que maravillan a mi papá y las fondas que me recomendaron compañeros de trabajo. No es casualidad la comida se recomienda por la boca, por los silencios, suspiros y saliva que produce el recuerdo. Todos tenemos algún lugar o algún platillo qué compartir: "tienes que ir y pedir…", "no te puede faltar…".
Los lugares donde comemos son la huella que dejamos en las ciudades del mundo. Son una especie de sucursales del corazón que vamos erigiendo. A cada uno de esos lugares nos une un recuerdo y un sabor: una experiencia genuina y trascendental.
Ir a los lugares que nos recomiendan es una manera de conocer un poquito más a las personas que queremos. Sé, por ejemplo, que Gerardo tiene un paladar más tradicional e influido por las costumbres, le gustan el orden y las rutinas. Cuenta estrellas y reseñas, tiene apps y combina la tendencia con la querencia. Por el contrario, Diego es más sencillo, le asombran las cantidades y saturación de sabores, se atasca: como cuando hace un favor, en la mesa no se guarda nada.
Entre Gerardo y Diego hay una dialéctica entre la mesura y el desfogue. Diego y Gerardo son mis amigos de más años: tenemos muchas comidas juntos. Conocemos nuestras virtudes y nuestros miedos, nuestra deseos y frustraciones; no nos juzgamos la manera de comer.
Nuestros amigos de la adolescencia son los cómplices con quienes aprendemos a construir la ciudad; nuestra versión de ella. Con ellos, en nuestros primeros años de autonomía, descubrimos sabores y platillos. Con ellos aprendemos a gestionar presupuestos limitados y hambres descomunales, a administrar el tiempo, los gustos y las manías de cada uno: las noches eran sorpresa, pero sabíamos que terminarían en tacos o en las Muertortas de Acoxpa.
A mis amigos les creo todo… hasta las recomendaciones, porque sé que en cada propuesta nos procuramos cariño y ganas de compartir. No todo me gusta, quizá sean pocas las sugerencias que termine haciendo mías, pero a todas voy, porque sé que comeré algo sincero, algo verdadero; algo tan genuino como ellos. Y en la mesa eso es lo único que me importa.
Trato de no llevarme mentiras a la boca, no me sorprenden los artificios ni los adornos, no me deslumbran las vajillas ni el diseño de las paredes o el relato impuesto con el que muchos quieren sazonar sus inseguridades culinarias.
Es sencillo: si en el recuerdo hay una emoción verdadera detrás hay un sabor espectacular, interesante y sincero.
A la comida se llega de oídas y de chismes. En nuestros lugares predilectos hay una suerte de descubrimiento personal y secreto… como si ese lugar existiera sólo para nosotros y quisiéramos compartirlo exclusivamente con las personas que queremos: igual que la amistad.