Esta crónica, escrita por Antonio Attolini, presidente del Consejo del Editorial de El Soberano, es tanto de su autoría como de Gabriel Saquilán, periodista de AhoraSanJuan, quien también contó su experiencia para dicho medio.
Llegamos a Rusia hace más de una semana. Lo que más me ha afectado no es el frío sino la recurrente, constante y tajante barrera que hay en la comunicación entre, por más nefasto que se escuche, “ellos” y “nosotros”. La barrera lingüística va más allá de lo obvio: el ruso no es una lengua romance, como si lo es el español, el francés o el portugués, por lo que no es sugerente ni intuitivo lo que están diciendo. Estar lejos de casa se manifiesta más allá de los kilómetros. La forma en la que el ruso se escribe, también, es completamente distinta al alfabeto grecolatino. Sin embargo, no es tan distinta como la grafología árabe o la iconográfica en los países orientales. Mantiene un parecido mínimo que invita a intentar leerlo pero que sólo nos expone tanto como los extranjeros que somos.
No sólo se oye y se lee, sino que lo ruso también se siente distinto. Nadie habla, nadie conversa: cada quien está en ‘su rollo’. Todo el día, en todo lugar, con cualquier persona, esa distancia se hace presente.
¿Qué queda entonces para un grupo de dos mexicanos y un argentino que extrañan el calor de casa, la cercanía de su gente y tienen la necesidad de compartir las mismas alegrías y emociones?
Se dice que para conocer un país uno debe visitar sus mercados y sus estadios de fútbol. Fue entonces así que, por un golpe de suerte y azar, tuvimos el tiempo necesario y la disposición suficiente: decidimos ir al fútbol.
El domingo 27 de noviembre en el estadio RZD Arena se disputó el juego de la liga rusa entre el Lokomotiv de Moscú y el FC Nizhni Nóvgorod. La cita fue a las 21:00 horas y llegamos puntuales. Eso sí, sin boletos y sin claridad de lo inclemente que sería el clima con nosotros.
Para llegar tuvimos que tomar el metro por unos veinticinco minutos para pasar tres estaciones desde nuestro hotel y salir a menos de 500 metros de la entrada del estadio. Una novedad excepcional para la comitiva latinoamericana: llegar tan fácil y tan rápido nos sorprendió a todos, para bien. Las puertas de acceso están restringidas para el acceso con lectores de código QR, los cuales tendríamos a la mano si hubiésemos comprado los boletos con anticipación y que, debido a la premura con la que quisimos subsanar nuestra falta, resultó más tardado obtenerlos de lo que esperábamos. Pasaban los minutos y seguíamos a la intemperie esperando a que Marco, el líder del grupo, pusiera orden. ¿Y el revendedor? ¿Y la taquilla para comprar el boleto en físico? ¿Y las tiendas de artículos para vestir del equipo local, la hinchada, la porra, la barra, la familia con padre e hijo caminando de la mano? Nada.
Un guardia de seguridad que hablaba inglés —coincidencia de ventajas que no es tán común en Moscú como pensábamos— se ofreció a ayudarnos. Fue la primera persona y la única con la que hablamos antes de entrar. Tomó quince minutos concretar la operación.
Tres boletos y tres códigos QR.
Un total de 2100 rublos, 700 rublos por persona, lo que equivale alrededor de 13 dólares por boleto.
Nuestros asientos se encontraban en la grada al costado del tiro de esquina izquierdo del lado poniente del estadio. Faltaría bajar cuatro filas y habríamos estado en contacto con la cancha. Bastaría saltar la barda y ya estaríamos dentro de la cancha. Tres guardias con chaleco resplandeciente custodian el perímetro del evento en la parte en donde estábamos y no mucho más. Fotógrafos en el tiro de esquina y un joven recuperador de balones. Distinto a la guardia que se amuralla detrás de los escudos, cascos y equipo antimotines en algunas partes de Argentina y en algunos partidos de México. Eso sin contar también a las vallas y desniveles que separan a los aficionados del campo de juego en los estadios de toda América Latina.
Todos y cada uno de los asientos estaban cubiertos de hielo. Quisimos distraer al cuerpo del frío y fuimos por una cerveza. Toda nuestra experiencia en el estadio había sido sobresaliente, hasta ese momento: la cerveza era sin alcohol, no se podía ingresar con ella a la cancha y debía ser consumida en un vaso de plástico. Quizá si supiéramos decir algo más que “no hablo ruso” podríamos haber sabido todo esto con anticipación y así evitado la vergonzosa experiencia de ser escoltados fuera de la zona por un oficial.
El equipo local tiene su historia. El Lokomotiv de Moscú fue fundado en 1922 con el nombre original de “Club de la Revolución de Octubre” en alusión a la insurrección que culminó con la toma del poder por parte de los soviets y del derrocamiento de la monarquía zarista. Su base de aficionados se organiza alrededor de la empresa pública de ferrocarriles RZD, su principal patrocinador y nombre que lleva el estadio en el que juega. A su vez, en Moscú también hay otros equipos cuyos aficionados cuentan con una identidad específica: el CSKA, el equipo del ejército; el Dynamo, el de los burócratas de gobierno; el Torpedo, los obreros de la industria automotriz; y el Spartak, el equipo popular por excelencia.
En el estadio RZD Arena cuya capacidad máxima es de 28,000 espectadores, ese domingo no llegaba ni a 2,000. Qué digo 2,000… no éramos ni 1,500 en todo el estadio. La ‘barra brava’ se encontraba ubicada detrás de la cabecera oriente y constaba de alrededor de 60 o 70 personas. Dispersos por el estadio se reparten el resto de aficionados que, así como nosotros, padecieron las gélidas temperaturas y sufrieron de las ráfagas de viento que se arremolinan entre las butacas del estadio y que vuelven casi insoportable estar ahí. Digo casi porque el amor a la camiseta lo puede todo y termina por ser el último resquicio de calor con el que la hinchada soporta la temperatura de -13 grados. Prueba de ello una señora, acompañada de otras dos, que no paró de gritar todo el partido de una forma que asemejaba más la sirena de una ambulancia que a la porra y aliento de una aficionada al fútbol.
Se anotaron tres goles a nuestro favor. Y claro, digo “nuestro” porque la delegación latinoamericana se asume del Lokomotiv “de toda la vida”, qué va. Si es que gracias a la expansión del ferrocarril a finales del siglo XIX, la estación del Torreón en la que fuera la Hacienda del Coyote en el suroeste de Coahuila pudo desarrollarse a tal grado de erigirse como ciudad el 16 de septiembre de 1907. Para este domingo en cuestión, México seguía en el Mundial, pero no había anotado ni un solo gol. Lo que fue ver tres goles en vivo representó para nosotros fue pura enjundia y pasión. La celebración de la afición fue correspondida con la explosión de ráfagas de humo que explotaban desde los costados del arco rival cada que el balón atravesaba la línea de meta. Una locomotora aparecía en las cuatro pantallas gigantescas que, esquinadas en el estadio, permitían a los aficionados conocer cada detalle de las jugadas que se desarrollaban más lejos de lo que nuestros ojos alcanzaban a ver. Nos abrazamos Gabriel, con su remera de la Selección Argentina en la versión y número de Diego Maradona en Estados Unidos ´94, Marco y yo después de habernos destrozado en carrilla, sarcasmo, burlas y tropelías durante toda la semana entre el enfrentamiento con Arabia Saudita y Polonia de nuestra respectivas escuadras nacionales.
Se anotaron 3 goles a nuestro favor.
Uno en contra.
Fue anotado por un penal marcado en el minuto 94. Fue resultado de una consulta al VAR que el Nizhni Novgorod peleó hasta el final. No cuestionamos el resultado, lo aceptamos con entereza y salimos del estadio victoriosos, helados y muy felices. Fue un día maravilloso en la capital de un país que está en guerra, acosado por la sanciones económicas de Occidente y en donde la vida transcurre con tranquilidad.