Ciudad de México a 6 noviembre, 2025, 20: 52 hora del centro.
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Trump retoma la Doctrina Monroe y militariza Latinoamérica

El Secretario de Guerra de Estados Unidos, Pete Hegseth, reportó este martes que fuerzas armadas estadounidenses habrían abatido a otras 14 personas presuntamente vinculadas al narcotráfico en el Pacífico, mientras que México atiende una operación para rescatar a un decimoquinto tripulante que sobrevivió al ataque. Aunque la mayoría de los recientes bombardeos en altamar —cinco de los últimos seis— se han registrado en el Pacífico, voces cercanas al presidente Donald Trump insisten en que la verdadera mira de esta llamada “guerra contra el narco” es, en realidad, el cambio de régimen en Venezuela.

Senadores republicanos alineados con la Casa Blanca han elevado el tono. Rick Scott, de Florida, dijo en una entrevista con 60 Minutes que, si estuviera en la posición de Nicolás Maduro, “se iría a Rusia o a China” porque “sus días están contados” y “algo está por ocurrir”. Aunque Scott afirmó que le sorprendería una invasión directa, no ocultó su expectativa de que se avecinen hechos decisivos. Por su parte, Lindsey Graham aseguró que Trump considera a Maduro “un narcotraficante acusado” y que llegó la hora de que abandone el poder.

Para muchos observadores, esta combinación de ofensivas navales y retórica revanchista no es mera coincidencia: recuerda a la Doctrina Monroe y apunta a un intento de restaurar el control estadounidense sobre el hemisferio. Trump, que en su anterior mandato defendió abiertamente la idea de “resucitar” esa política, se adjudicó incluso parte del crédito por el ascenso de Javier Milei en Argentina, afirmando que “tuvo mucha ayuda de nosotros” y situando ese apoyo en el marco de una estrategia regional que incluye maniobras militares cerca de Venezuela y Colombia.

El propio presidente mostró desdén por los mecanismos constitucionales cuando fue preguntado si requería autorización del Congreso para esas operaciones: respondió que no, y añadió con crudeza que “vamos a matar a la gente que trae drogas a nuestro país… los vamos a abatir. Quedarán así… muertos”. Esa declaración agrava las dudas sobre los límites legales y éticos de la política exterior estadounidense: reducir la acción militar a una frase ejecutiva y a la eliminación sumaria de personas supone un serio retroceso en términos de control democrático y debido proceso.

No todo Washington respalda esa línea. El senador Rand Paul, también republicano, denunció en Fox News lo que calificó de “ejecuciones sumarias” sin pruebas públicas. Paul criticó la ausencia de transparencia: no se han dado nombres, evidencias ni detalles sobre si los abatidos estaban armados, y el Congreso no ha recibido información que justifique las acciones. Esa misma inquietud llevó a Paul a sumarse con los demócratas Tim Kaine y Adam Schiff en una iniciativa para exigir la aprobación legislativa antes de que la Casa Blanca pueda emprender ofensivas militares directas contra Venezuela.

Aunque la resolución que plantean esos senadores enfrenta pocas probabilidades de prosperar, su discusión política podría obligar a la administración a ofrecer explicaciones más sólidas sobre el mayor despliegue militar estadounidense en América Latina en décadas. Mientras tanto, la polémica ya muestra fracturas: activistas y comentaristas conservadores reasumen la tesis de que la estrategia puede escalar sin control. Algunos, como Laura Loomer, advierten que el conflicto con Venezuela sólo tenderá a agravarse; otros, entre ellos críticos desde la propia derecha—como Curt Mills o Steve Bannon—denuncian la hipocresía de cooperar con aparatos de inteligencia para expulsar gobiernos cuando se prometió combatir al “deep state”.

En la mezcla de actores que promueven la presión contra Caracas aparece también Elliot Abrams, figura emblemática del neoconservadurismo cuyo pasado —incluida una condena por mentir al Congreso en relación con apoyo a la contra nicaragüense— no ha impedido que siga influyendo en círculos de política exterior. Para Abrams y sus aliados, las maniobras militares son “una campaña de presión” destinada a desarticular la lealtad interna al régimen y provocar fracturas entre los oficiales venezolanos.

La reaparición de esta vieja política exterior, que mezcla intervencionismo, presión militar y apoyo discrecional a aliados ideológicos en la región, plantea preguntas esenciales sobre soberanía, legalidad y prioridades. Disfrazar un proyecto geopolítico bajo el rótulo del combate al narcotráfico corre el riesgo de convertir en objetivo político a países enteros y de normalizar el uso de la fuerza sin controles ni transparencia.

Si Washington busca realmente reducir el flujo de drogas y la violencia que estas generan, la evidencia histórica sugiere que la solución no pasa únicamente por la balística: requiere cooperación internacional, inteligencia compartida con procedimiento judicial, políticas que aborden la demanda interna y medidas que ataquen las causas estructurales de la criminalidad. Usar la fuerza como primer y único recurso, y hacerlo al amparo de una retórica que revive la Doctrina Monroe, es una receta que promete más inestabilidad que seguridad.

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