De nuevo, una crisis política en el Perú causó que el Congreso decidiera destituir a Dina Boluarte como presidenta del país. Quien fuera la primera mujer presidenta del país andino, asumió su mandato después de la destitución del presidente elegido en las urnas por las y los peruanos, Pedro Castillo. Dicha destitución hasta el día de hoy es una acción cuestionable. Por una parte, se argumenta que él intentó dar un autogolpe de Estado; sin embargo, esta teoría no toma en cuenta el entorno político del país, que es de crisis política recurrente y profunda.
Pero ¿por qué el Perú tiene un sistema político tan endeble y cómo afectó a Pedro Castillo? ¿Por qué el Presidente López Obrador y la Presidenta Sheinbaum respaldaron a Castillo al punto de llegar a una confrontación abierta con Boluarte? ¿Qué papel jugará el cambio de gobierno en este país para la correlación de fuerzas en América Latina?
Para contestar la primera pregunta, podemos recordar que los mecanismos como la cuestión de confianza y la moción de censura son figuras jurídicas que crean un terreno pantanoso donde cualquier gobierno, especialmente uno de tendencia contraria al establishment congresal, está condenado a la ingobernabilidad. La presidencia de Pedro Castillo no fue la causa de la crisis, sino su víctima más reciente. Su destitución no resolvió los problemas de fondo; al contrario, evidenció que el ciclo de inestabilidad crónica en el Perú está lejos de terminar.
Perú Libre, el movimiento que respaldó a Castillo en la elección del año 2021, solo logró una bancada de 37 escaños de 130, a pesar de ser la bancada más numerosa, los partidos de oposición -de derecha- se unieron para tener el control efectivo del Legislativo y así poder ocupar las figuras jurídicas disponibles para obstaculizar su gobierno y eventualmente “tirarlo”. Esto también está complementado con la debilidad institucional de su propio movimiento.
Por ello, el presidente Andrés Manuel López Obrador nunca dejó de argumentar que Castillo era el “presidente legal y legítimo” de su nación, además de catalogar los hechos como una injusticia impulsada por el clasismo y racismo al ser una persona originario e impulsado por las zonas rurales.
La presidenta Claudia Sheinbaum mantuvo la misma postura que AMLO, incluso llegó a ser declarada como “persona non grata” por una comisión del Congreso del Perú, a lo que ella respondió: “No importa, vamos a mantener nuestra posición” y reiteró que su solidaridad no es una agresión a la soberanía peruana. Incluso subió una foto con el abogado Guido Croaxtto, a quien se refirió como el defensor del “presidente legítimo del Perú”. López Obrador y Sheinbaum no defendían a un individuo, sino el principio de que la voluntad popular, expresada en las urnas, no puede ser anulada por maniobras parlamentarias. Su confrontación con Boluarte fue una consecuencia directa de defender esta visión de la democracia, solidarizarse con un proyecto popular y marcar una posición geopolítica clara.
Esto toma importancia cuando recordamos que este cambio en el Perú también representó un cambio en la relación de fuerzas dentro de Latinoamérica al normalizar la destitución de un presidente electo como herramienta política. La crisis peruana no es un caso aislado; es un manual de juego para las derechas continentales. El mensaje es claro: si no puedes ganar en las urnas, puedes usar el Congreso para desalojar a tus rivales. Esto convierte a la democracia en un campo de juego amañado y envía una alerta máxima a todos los gobiernos que, como los de México o Colombia, representan proyectos de cambio popular.
Con la caída de Castillo, el bloque progresista perdió un eslabón crucial en el Pacífico, mientras que las fuerzas conservadoras ganaron un aliado inestable pero funcional a sus intereses en Lima. La batalla ya no es entre ejércitos, sino entre modelos de democracia: uno que defiende el voto popular y otro que lo subordina a los intereses de las élites en los legislativos.
Sin embargo, la ironía final de este ciclo de ingobernabilidad se consumó con la propia destitución de Dina Boluarte. Lejos de representar una solución, su gobierno se convirtió en la próxima víctima del sistema que la llevó al poder. Cuando su impopularidad alcanzó niveles críticos, producto de una gestión marcada por acusaciones de corrupción, una brutal represión a las protestas y una incapacidad manifiesta para estabilizar el país, la misma alianza de intereses que la instaló en Palacio de Gobierno la desalojó sin contemplaciones.
Boluarte dejó de ser útil para el establishment congresal en el preciso momento en que su permanencia en el cargo se volvió un lastre mayor que su salida. Su caso demostró que, en la lógica del sistema peruano, ningún gobernante es indispensable, sino solo prescindible en función de la conveniencia del poder legislativo.




