En memoria de Rockdrigo González, trovador del otrora “DeFe”[1]
Rockdrigo González nació en Tamaulipas, pero su alma se forjó entre los ecos de aquel rancho electrónico que era en los años ochenta la Ciudad de México, cuando el país navegaba entre crisis, devaluaciones y promesas rotas. Poeta urbano que llegó con su guitarra y su ironía para cantarnos —sin proponérselo— el futuro. Sus canciones resonaban por las calles y en los pasillos del Metro, donde los charros cibernéticos de su imaginación se mezclaban con el bullicio de un pueblo que aprendía a sobrevivir. Su voz era la de una generación que veía desvanecerse su fe en el progreso, pero no en el humor y la sátira. Se hacía llamar el profeta del nopal, y con razón: sus letras pintaban el caos con ternura, la miseria con humor y la ciudad con esa peculiar mezcla de afecto y rechazo, que llegamos a sentir quienes ya la hemos vivido y sufrido.
En 1984 Rockdrigo compuso “Tiempo de Híbridos”,[2] una canción que —imaginando un México con sarape de neón al ritmo de un tragafuegos supersónico—, parecía de ciencia ficción, pero resultó profética. En su visión, un campesino sideral vagaba por un pueblo magnético, atrapado en una modernidad impuesta, que pretendía borrar nuestra identidad. Rockdrigo presagió un futuro donde la tecnología y la deshumanización se fundían, volviéndonos irreconocibles, donde lo auténtico se diluiría bajo el agandalle transnacional, anticipando la firma del TLC y la desfachatez empresarial que, para salvar sus fortunas, hipotecó al pueblo con la deuda eterna del FOBAPROA.
Rockdrigo no pudo conocer ese México que tan claro vislumbró. Murió en 1985, bajo los escombros de su departamento en la colonia Juárez, víctima del terremoto que sacudió la ciudad. La tierra se tragó al trovador justo cuando su voz comenzaba a resonar más allá de los cafés cantantes. El poeta que retrató la vulnerabilidad urbana —ese gran sabio rupéstrico de un universo doméstico— terminó silenciado por la fragilidad de la ciudad que profundamente le inspiró.
El terremoto no sólo derrumbó edificios; también desnudó la fragilidad de un Estado que no supo responder. Las autoridades se paralizaron, las instituciones colapsaron, y fue el pueblo, entre polvo y llanto, quien rescató a los suyos. México se reconstruyó a sí mismo con las manos, desafiando el despiporre intelectual de quienes afirmaban que una ilusoria modernidad sería nuestra única salvación. Cuarenta años después, en el Metro Balderas —donde su voz se mezclaba con el murmullo de las multitudes—, se alza su estatua.[3] Allí, miles de pasajeros cruzan cada día sin saber que ese bronce alguna vez cantó: “No tengo tiempo de cambiar mi vida…”[4] Hoy, la lección de aquel sismo ha forjado un pueblo comprometido. El país que antes temblaba de miedo, ahora responde de manera decidida ante cualquier emergencia, sea climática, migratoria, epidemiológica o arancelaria.
Si los años ochenta fueron el laboratorio del despojo, el México de hoy es el taller de la transformación, donde el pueblo dejó de ser espectador y se volvió protagonista. Somos mestizos de asfalto y esperanza, sí, pero también de lucha y sangre, de historia y transformación. Los desastres ya no sólo destruyen: despiertan ese músculo cívico que solamente México ha sabido ejercitar con ternura y coraje. Las instituciones aprenden, y la ciudadanía —que alguna vez se sintió huérfana— hoy se organiza, se involucra y le exige al parejo a sus autoridades.
Si Rockdrigo viviera, le cantaría a esta nueva tribu de urbanos mutantes: los que se informan en redes, pero que participan con emoción y votan conscientes; los que se ríen con memes, pero rescatan con las manos; los que aún creen en la compasión y la solidaridad como elementos fundamentales de nuestra identidad frente a la campechana mental de la vil penetración cultural. Híbridos, sí, pero con empatía y memoria. Porque la ciudad que perdió a su cronista en un derrumbe, está decidida a nunca más dejar a nadie bajo los escombros.
Su estatua no es sólo un homenaje: es un recordatorio. Cada vez que el Metro se detiene en la estación Balderas, el eco de sus versos regresa entre el rechinar de los frenos y el torrente de pasajeros. Rockdrigo sigue cantando bajo la ciudad que lo lloró, testigo de un México que —a fuerza de tragedias y de transformaciones— se niega a ser un simple rancho electrónico. Este es el tiempo de los híbridos, pero también de los que seguimos de pie y luchando, con el humanismo mexicano como nuestro guía de pedernal.
[2] Rockdrigo Gonzalez / Tiempo de Hibridos / Rancho Electronico
[3] ESTACIÓN DEL METRO BALDERAS* – ROCKDRIGO GONZÁLEZ – 1984




