Ciudad de México a 18 noviembre, 2025, 13: 39 hora del centro.
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“Marcha pacífica”, la derecha entre capuchas, violencia y provocación

PP H MARCELA

La derecha mexicana intentó vender la marcha del 15 de noviembre como un ejercicio “pacífico” y “ciudadano”, incluso llegando a disfrazarla de un supuesto despertar juvenil. Pero bastaron unos minutos para que la realidad desmontara el espectáculo: lejos de un movimiento espontáneo de la generación Z, el Zócalo fue escenario de provocación, violencia y montaje político encabezado por los mismos personajes de siempre. Bajo las capuchas no había estudiantes indignados ni jóvenes organizados; había operadores del viejo régimen tratando de reinventarse como rebeldes de moda.

La narrativa de una “marcha juvenil” se cayó sola en cuanto aparecieron los convocantes. No se trató de nuevos liderazgos ni de voces emergentes, sino de figuras conocidas de la derecha tradicional, con largos historiales vinculados al PRI, al PAN y a los mismos intereses económicos que durante décadas se resistieron al cambio democrático. La presencia de estos personajes, algunos incluso familiares de comunicadores opositores, evidenció que el intento de simular independencia ciudadana sólo era un maquillaje político. Un disfraz mal hecho.

Tampoco la composición de la marcha respaldó ese relato. Lo que se observó fueron contingentes dominados por adultos mayores de 40 años, muchos pertenecientes a sectores privilegiados que históricamente han visto al país desde la comodidad de sus beneficios. La participación juvenil fue mínima, casi anecdótica. En algunos estados apenas se reunieron unos cuantos asistentes; incluso en la Ciudad de México, donde la convocatoria fue más amplia, quedó claro que no se trataba de un movimiento generado por jóvenes, sino de una movilización organizada desde las élites opositoras para aparentar revitalización.

Pero la contradicción más profunda no estuvo en la edad de los asistentes, sino en la conducta de ciertos grupos que, mientras presumían rechazar la violencia, terminaron ejerciéndola. Las imágenes dieron la vuelta completa: vallas tiradas frente al Palacio Nacional, empujones a policías, insultos y agresiones. Algunos encapuchados —que horas antes pretendían presentarse como estudiantes indignados— cometieron destrozos y buscaron deliberadamente una confrontación con las fuerzas de seguridad. Era evidente que no buscaban protestar, sino provocar.

La derecha intentó vender esta puesta en escena como una reacción legítima, pero la incongruencia fue demasiado visible. ¿Cómo puede hablarse de “marcha pacífica” cuando los propios participantes fueron quienes iniciaron actos de violencia? La derecha quiso apropiarse del mensaje de la no violencia mientras sus contingentes destruían mobiliario urbano y trataban de romper el cerco policial. Esa contradicción reveló la verdadera intención del evento: no era una marcha, sino un intento de fabricar una narrativa de caos que luego pudiera utilizarse políticamente.

A ello se sumó el intento mediático de inflar la asistencia y ocultar la identidad de los organizadores. Ciertas voces buscaron presentar la movilización como un levantamiento juvenil masivo, pero lo ocurrido dejó claro que no había tal cosa. En redes sociales, los propios jóvenes respondieron: no se sienten representados por la derecha, no fueron convocados, y menos aún avalan que su imagen sea utilizada para encubrir intereses de élite. La juventud mexicana no necesita tutores; decide, participa y protesta cuando lo hace por causas legítimas, no por encargos de grupos privilegiados.

Este contraste entre realidad y narrativa dejó al descubierto el viejo guion de la oposición conservadora: provocar violencia, responsabilizar al gobierno y luego declararse víctima de persecución. Es una estrategia desgastada que ya no funciona frente a una ciudadanía más consciente y frente a un movimiento transformador que ha demostrado durante décadas su compromiso con la lucha pacífica. El ejemplo histórico de la izquierda mexicana es claro: las movilizaciones masivas que acompañaron a López Obrador jamás recurrieron al vandalismo ni a la confrontación. La fuerza del movimiento estuvo siempre en la multitud organizada, no en el golpe ni en el insulto.

Por eso hoy resulta tan evidente la distancia moral entre ambos proyectos. Mientras la derecha intenta esconder sus viejos intereses detrás de capuchas mal puestas, la izquierda sostiene un principio firme: defender la democracia desde la paz. Quien ha marchado junto al        sabe que la lucha social auténtica nace de la convicción, no del montaje; de la conciencia, no del oportunismo político. La juventud verdaderamente rebelde jamás marcharía para proteger a millonarios que se enriquecieron al amparo de la corrupción. La rebeldía real es la que pelea por derechos, justicia y dignidad.

Lo que vimos el 15 de noviembre no fue una expresión legítima de inconformidad juvenil, sino una operación política disfrazada. Un intento desesperado de la derecha para simular fuerza en un país donde su proyecto ya no convence a la mayoría. La violencia y la provocación que desplegaron no hablan de energía, sino de angustia. De un grupo político que observa cómo se desvanece su influencia y recurre a trucos desgastados para intentar recuperarla.

La “marcha pacífica” fue todo menos pacífica. Y al final, lo único que lograron fue mostrar que su disfraz juvenil no aguanta una tarde de sol ni un análisis serio. La derecha puede cambiarse la ropa, la máscara o el discurso, pero lo que no puede cambiar es su esencia: un proyecto que se aferra al privilegio, que desprecia la organización popular y que recurre a la violencia cuando no logra convencer.

El Pueblo mexicano ya aprendió a distinguir entre protesta auténtica y provocación. Y, una vez más, quedó claro quién marcha por convicción y quién marcha por encargo.

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