Durante años, Ricardo Salinas Pliego se esmeró en construir el personaje del empresario brillante: el hombre del yate, del avión privado, del puro caro y la sonrisa de quien se cree dueño del destino. Pero con el tiempo, el disfraz se desgastó. Detrás del discurso del “emprendedor audaz” no queda más que lo de siempre: un usurero que vive del agio, un anatocista que multiplicó su fortuna gracias a la especulación y a las deudas de los demás.
El reciente enfrentamiento del magnate con el Estado mexicano, por su negativa a pagar los impuestos que le corresponden, exhibió algo más que una disputa legal: Dejó ver la soberbia de una élite acostumbrada a la impunidad fiscal y al privilegio permanente.
Salinas Pliego no está “defendiendo sus derechos”; está intentando evadir sus obligaciones como cualquier otro contribuyente. Y lo hace con la arrogancia de quien se sabe desenmascarado.
Desde sus redes sociales, el empresario ha insultado a la Presidenta de la República, a los servidores públicos y a todo aquel que se atreve a recordarle que la ley también le aplica. En su lenguaje soez, ha llamado “zurdos de mierda” a quienes piensan distinto y “gobernícolas” a quienes trabajan por el país. Pero cada ofensa revela, más que poder, frustración: la del que ya no puede comprar silencios ni favores.
La respuesta de la Presidenta Claudia Sheinbaum fue tan serena como lapidaria: si quiere pagar, que pida sus líneas de captura. Nada más. Esa frase, tan sencilla, desarma todo el teatro mediático. Porque el pleito de Salinas Pliego no es con el SAT, ni con la justicia: es con la realidad. Le duele que, por primera vez, el poder político no se le arrodille.
Su caso es el espejo de una época que se resiste a morir: la del empresario que se creía virrey. Durante décadas, personajes como él hicieron fortuna bajo la sombra de los gobiernos que los protegían, multiplicando sus privilegios mientras el país pagaba la factura. Su riqueza, tan exhibida como frágil, nació al amparo de un sistema que confundía influencia con mérito y dinero con talento. Pero ese México ya no existe.
No hay persecución cuando lo único que se exige es justicia fiscal. El Estado no castiga la riqueza; simplemente exige que cumpla con la ley. Pagar impuestos no es una concesión, es una obligación. Lo que irrita al magnate no son las contribuciones, sino la pérdida del trato preferencial.
Y ahí entra el Pueblo, la ciudadanía que ve con estupor cómo un multimillonario se queja de “injusticias” mientras evade lo que millones de mexicanas y mexicanos pagan puntualmente. Quienes cumplen no lo hacen por miedo, sino por responsabilidad. Pagar impuestos es un acto de confianza en la nación, una forma de devolver algo a la tierra que nos da todo. Quien evade, traiciona esa confianza.
Salinas Pliego eligió el camino opuesto: en lugar de la dignidad, el agravio; en lugar de la transparencia, la mofa; en lugar del respeto, la grosería. Pero los tiempos cambiaron: los tribunales ya no se amedrentan con soberbia ni la hacienda pública se conmueve ante caprichos.
Al final, el magnate que presume de “no necesitar al gobierno” termina pidiendo “mesas de diálogo”. El hombre que se dice autosuficiente depende hoy del mismo Estado al que tanto ha insultado. El rebelde de cartón se queda sin escenario cuando el telón de la impunidad se cae.
México ya lo vio sin maquillaje: sin cámaras, sin poses, sin filtros. Y lo que se ve es un evasor empedernido, un personaje que confunde la estridencia con la inteligencia y el dinero con la decencia.
Señor Salinas Pliego, usted ya no engaña a nadie.
Como dijo la Presidenta: si quiere pagar, hágalo.
Solo pida sus líneas de captura y listo.
Tome chocolate… Pague lo que debe.




