Me gusta repetir que Instrucciones para un descenso al infierno (1971), de Doris Lessing, me cambió la vida.
Después de leer esa novela de la escritora de origen británico, nacida en una aún existente Persia y formada en Sudáfrica, ganadora del premio Nobel de literatura en 2007, durante los años siguientes me esforcé por tratar de ver el todo en el todo, de asumir la íntima conexión entre un camión de redilas y un diente de león, entre una emoción amarga y destructiva, y un cactus de playa en Ensenada o Chacahua. Entre la contemplación de la luna y su disco apetitoso, y todo lo roto que rebosa en la Ciudad de México, pleno de cortinas de metal y empanadas de camarón que se descomponen.
Charles Walkins, un sujeto que asegura estar navegando en alta mar y permanecer desde hace días en tensa conversación con fuerzas extrahumanas, aterriza en un hospital psiquiátrico luego de ser captado deambulando por el puente de Waterloo, uno de los varios que cruzan el río Támesis en Londres. Uno de sus yo atraviesa universos, visita claros en la espesura boscosa para ver coyotes erguidos sobre dos patas, se deja embriagar por el Disco vibrante, deja de ser individual para integrarse en un magma de tendones, y va a más: a la guerrilla en Yugoslavia contra los ejércitos de odio que exterminaron musulmanes en Srebrenica y Sarajevo, o a un coloquio monumental entre dioses grecolatinos. Otro de sus yo es tristemente entrevistado por el doctor X y el doctor Y en el hospital, en busca de entender las perturbaciones de su ritmo mental, y, por supuesto, devolverlo a los rituales de la normalidad.
«Hoy se admite que el origen del mundo físico se remonta a mucho antes; de hecho, a millones de años antes. Cien años de pensamiento académico han aumentado en millones la edad de la Tierra. Sin embargo, en lo referente a la edad de las civilizaciones, todos estos adivinos, anticuarios y científicos siguen pensando como entonces: no se les ocurre siquiera la posibilidad de que la historia de la civilización sea muy antigua».
«El hombre de los ordenadores es el rey, el poseedor de la sabiduría que se les negó a los bárbaros: desde nuestra superioridad no vemos en nuestro pasado más que salvajes y, más allá, monos. Se cuenta (y se canta) que la escritura se inventó en el tercer milenio antes de Cristo; la agricultura, en cambio, es muy antigua, al igual que las matemáticas y la astronomía».
Antiacadémica, irónica, desafiante desde sus postulados no convencionales, Doris Lessing es una conciencia exquisitamente problematizadora que convida a agrietar el pequeño castillo de la certeza donde nos gusta reposar un té imaginario por pereza o complicidad.
Si todas las novelas hacen reflexionar muy por encima de las reiteraciones de la domesticación intelectual, Instrucciones para un descenso al infierno es un prodigio que invita a sentir la totalidad de las cosas y a localizar —en una operación interminable, por supuesto— sus conexiones íntimas.
Un mismo yo, Charles Walkins, padece el mandato civilizatorio racionalista en un hospital y, en simultáneo, participa de los devaneos de una tentativa colaboración cósmica en sus viajes irreductibles. Imposible tratar de negar que éste y aquél son una misma fuerza en crisis.
Lessing, además, no es complaciente ni permite que el lector se adormezca en la fascinación de percibir las ilaciones de tibieza que envuelven y conectan a cada habitante del universo, como sucedería en una canción de Bob Marley. Por el contrario advierte con lúcida amargura, incluso extraliteraria, que la conciencia de la integración palpita bajo permanente amenaza: es más bien sutil ante las presunciones pesadas del discurso imperante occidental, que ha impulsado el divorcio entre cuerpo y mente, utilidad y obsolescencia, sistema e improvisación, trabajo y ocio, racionalismo y sensibilidad, filosofía y poesía. Allá las ideas, en la Idea. Aquí la obsoleta, demasiado humana mierda, la sangre, el menstruo, la saliva, las caries, el semen, el dolor de piel, de hígado, la úlcera, la pus, el miedo, la pesadilla, el delirio, el ombligo pestilente del diablo del Tarot, el chaneque, los brazos imprecisables de la brujería, el mareo, la ebriedad, el frío, el escupitajo mezquino, la carne desgarrada. El ser y su accidente.
Y la novelista advierte que atreverse a enunciar la posibilidad de la conversación cósmica tiende a ser descalificado de inmediato como locura, insensatez, imprudencia desubicada, alucinación o imbecilidad.
Así que buen camino.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros
y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus