Más allá de las retribuciones las cosas valen por lo que queremos de ellas. No importa que no se cumpla, esas son responsabilidades del azar que no podemos gobernar. Uno compra un boleto de lotería esperando un cachito de esperanza; el premio mayor es cosa de probabilidades generalmente alineadas en nuestra contra. De la misma manera uno acude a las personas por el simple hecho de querer estar con ellas.
Sí: no importa que los momentos no sean mágicos ni espectaculares. Hay ojos que necesitas ver para tener las ganas de seguir renovando células, saltar de la cama y seguir. Ojos que valen porque los ves –igualito que los ojos del indio Tizoc: quero más a mis ojos porque mis ojos ti veron–. Los ‘buenos días’ de tu amiga del bachillerato que ahora es tu compañera de la existencia; la mano de tus padres cuando no sabes dónde sostenerte; un mensaje que dice “te quiero” y lo firman tus dos hermanas o tu hermano; o la perrita que te rescató el cariño que creías perdido.
Buscamos casa como se busca respirar. No es extraño: cuando tenemos un nuevo trabajo, una nueva escuela, abrimos los ojos en búsqueda de una fonda que nos sirva al menos de simulacro de un cerdo con verdolagas, unas flautas de pollo o unas tortas de papa. Una paradoja: muy pocos tienen el privilegio de comer en tres tiempos en sus propias casas, pero en las orfandades los cariños son más necesarios.
El consomé con cebolla y chile picado, arrocito con huevo estrellado (patrimonio exclusivo de la comida corrida) y el guiso predilecto y un atecito con queso; pedimos el menú para corroborar que pediremos lo de siempre: somos animales en una hermosa búsqueda de rutina y seguridad.
Cuando vamos a la fonda no esperamos espectacularidad ni experiencias extraordinarias, buscarlas sólo habla del vacío emocional que sentimos por tener que convivir con nuestra soledad frente a la pantalla. En la fonda queremos reconfortarnos y querernos: comer en tres tiempos que son uno; espiritualidad que marida con agüita de limón y chía.
Por eso no importan las reglas de etiqueta ni los codos en la mesa: la fonda es pretensión de casa, nos permitimos comer el chile pasilla con cucharas de tortilla y sorber la sopa porque nos ganan el hambre y las prisas. Nos sentimos queridos y atendidos “¿Ora qué se le antoja, joven?”. Como si atrás de “siempre” se escondieran cercanía y confianza, costumbre y una digna medianía. No importan lo extravertidos que seamos, lo aventureros que finjamos, siempre volvemos a casa y a la pechuga empanizada. Incluso tenemos la oportunidad de elevar nuestras muecas más aspiracionales: los Godínez pedimos menús ejecutivos: hoy sí me alcanza para la carne asada.
Si por tragar fuera iríamos sólo a los tacos de la esquina, pero a la fonda vamos a comer, a compartir espacio con descocidos habituales. A arrancarle tres cuartos de hora a las presiones de la chamba, regresar a la oficina con la panza llena de esperanza.
Diego Mejía. Juntaletras por necesidad y mezclapimientas por el puro gusto. Me dedico a ser preguntón en entrevistas, cabinas de radio o grupos focales. He sido copy, reportero de un programa de deportes y director de una revista de emprendedores.
Twitter: @diegmej