Para la fan número uno de Daniela Romo
Bárbara Martínez era la niña del vestido rosa y el cabello negro, la pequeña de estatura con piel morena y ojos oscuros, un poco más lenta que los demás al momento de jugar… Había también algo peculiar en su forma de moverse: su hermano mayor se daba cuenta de ello. No obstante en casa nadie decía nada. Los primeros años de Bárbara sus padres la inscribieron a la escuela pública junto con todos los niños y las niñas de su edad; fue hasta segundo de primaria que la dirección de la escuela convocó a una reunión con sus padres en la que les informó que Bárbara no era capaz de mantener el ritmo del resto por lo que debería dejar la institución.
Cuando su hermano mayor regresó aquel día a su casa se encontró a su propia mamá sentada en una silla llorando inconsolablemente en la cocina, cubriendose los ojos ante aquella realidad que había querido negar durante casi ocho años. “¿Qué te pasa?” le preguntó su primogénito. Ella entonces le explicó entre sollozos lo que había acontecido aquel día en la escuela de su hermana. “¿Y cuál es la noticia?” Preguntó el chico de apenas 14 años “Mamá, todos ya sabíamos que Bárbara tiene algo”. Ojalá no lo hubiera dicho. Los ojos de su madre se cristalizaron en una combinación de tristeza e indignación.
Bárbara nació un 22 de junio de 1970. Fue producto de un embarazo de apenas seis meses y medio; pesó tan solo un kilo con doscientos gramos por lo que por mandato médico tuvo que estar varias semanas en la incubadora del Hospital Infantil Privado. A Bárbara le faltó aire al nacer lo que le generó un leve retraso mental que marcó sus días hasta el año de su fallecimiento: cuarenta y tres años después. A su padres esa realidad les dolía en el alma, por lo que toda su vida intentaron hacer como que no era cierto, como que su hija no tenía un retraso mental.
Cuando yo la conocí ella decía que no había terminado la escuela porque –y acompañando esta frase utilizaba un gesto con las manos empujando hacia arriba– era “huevoncita”. Ella repetía y repetía lo que las otras personas decían: en la calle, en la mesa, en la televisón. Tomaba frases que por alguna razón le llamaban la atención y las utilizaba varias veces dentro de las conversaciones que teníamos con ella. Por eso sé que el que dijera de ella misma que era “huevoncita” era una repetición de las palabras con las que se había expresado alguien más frente a ella. Palabras con las que le hicieron pensar que era su culpa.
No era tonta, a pesar de pasar la mitad de su vida encerrada en casa con su mamá haciéndose compañía la una a la otra, Bárbara desarrolló habilidades por su cuenta: aprendió a nadar, a patinar, a andar en bici. Sabía leer y escribir. Podía utilizar el transporte público y trabajar en una compañía que armaba y reparaba bicicletas. Su problema realmente era con ciertas convenciones sociales básicas y con el valor del dinero, nunca supo realizar operaciones sencillas de matemáticas o comprender la diferencia entre los billetes.
Sin embargo, ¿qué habría pasado si Bárbara hubiera sido educada en una escuela especializada con un profesorado sensibilizado y capacitado para la enseñanza que ella requería? ¿Habría desarrollado otras habilidades conviviendo diariamente con otras niñas y niños ? ¿Y si a la familia de Bárbara le hubieran explicado que al ignorar lo que sucedía solo estaban cerrándole una puerta? ¿Y si ella no hubiera sido vista como una carga o como motivo de vergüenza? Dentro de la ignorancia y las escasas herramientas emocionales de las personas a su alrededor, Bárbara sufrió irresponsabilidad emocional, discriminación y una falta de acceso a sus derechos fundamentales, entre otros, el de la educación, que debió haber sido garantizado por el Estado.
De aquel entonces a ahora podríamos pensar que existe más información sobre personas con discapacidades. No obstante ha habido en los últimos años un importante incremento nacional de población discapacitada en situación de pobreza que pasó de 2010 a 2016 de 2,907,522 a 4,335,463. Esto impacta de forma terminante el ejercicio de los derechos de una población cada día más marginada. La situación en la que estas personas viven en la Ciudad de México es abismalmente distinta a aquella como viven las personas discapacitadas al interior de la República. Sería una irresponsabilidad no contemplar a esta población en el proyecto de nación del actual gobierno.
Por eso me parece fundamental que el Congreso haya aprobado hace unos días la inclusión de las pensiones federales de Bienestar en el Artículo 4º Constitucional, una de las cuales está destinada precisamente a población con discapacidades, dentro de esta, particularmente a niños, jóvenes, población indígena así como aquellas personas con discapacidad que viven en situaciones de precariedad y mayor marginalidad a lo largo de la República. Elevar las pensiones a rango Constitucional logra darle a las personas una mayor certidumbre del ingreso que recibirán con miras a reducir su condición de vulneración económica sin importar el cambio de gobierno.
Definitivamente la pensión que llegue a las personas con discapacidad será un avance a nivel nacional que alcance hasta las comunidades más marginadas del país, aquellas que jamás habían sido atendidas. Sin embargo es también fundamental pensar en un fortalecimiento de sus instituciones de educación especial, de atención e inclusión laboral a personas con discapacidad permanente. La reproducción de programas informativos, de sensibilización y atención psicológica para las personas discapacitadas, sus familias, así como la preparación burocrática de los elementos que están en contacto con quienes reciben las pensiones. Debe continuar enarbolándose como una de las prioridades de la Secretaría de Bienestar trabajando con la mano de CONADIS.
A Bárbara y a su familia le faltaron políticas públicas e instituciones. Les faltó un reconocimiento del Estado en su responsabilidad de garantizar mediante las herramientas gubernamentales la inclusión de todas las personas en el funcionar del día a día mexicano. Les faltó quién los orientara en el acontecer médico y en las decisiones que marcarían la vida de Bárbara y que pudieron haberle ahorrado episodios de frustración, múltiples desencuentros familiares y una sensación de constante soledad. A los padres de Bárbara y a ella les faltó saber que eso que sucedía no era su culpa porque no es culpa de nadie pero que existen otras personas como ella, tantas que de hecho ya hay un caminito trazado, previsto, para apoyarla y facilitarle el tomar sus propias decisiones. Fue ese vacío del Estado lo que marcó de forma negativa –aún más que su retraso mental–, los días de mi tía Bárbara desde el día que nació hasta cuarenta y tres años después, el año de su fallecimiento. No puede continuar sucediendo.