La cultura se compone del conjunto de rasgos que definen nuestro yo, exitosos a lo largo del tiempo, gracias a su reproducción social. Nada más sofisticado que eso, aunque sí, más que complejo.
La comunidad es quien acuerda cómo presentarse a los otros. Como el hablar, vestir, comer, cantar, danzar, definen el cúmulo de representaciones que construyen la mirada que debemos tener de ellos. Siempre ha sido así, al interior del grupo, sin embargo, al exterior, nosotros, su otredad, seguimos empecinados en definirlos y explicarlos desde nuestros propios parámetros. Ya hemos compartido que eso significa incurrir en relativismo cultural, paso previo al racismo, clasismo, segregación y exclusión, camino predilecto de la alta cultura, justificado en la dicotomía “civilización/barbarie.”
No, por no escuchar música clásica, son salvajes. No, por no saber apreciar a Renoir o Degas, están faltos del sentido de la estética. No, por no haber leído a Cervantes, Shakespeare, Kant, Hegel, Descartes, son ignorantes. Los rasgos que en su gran conjunto nos definen se desprenden de lo popular, de ese transitar en la vida diaria llamada cotidianidad.
En ella, se han desarrollado, en muchos casos, milenariamente, todos los conjuntos de saberes que son tomados como tradicionales o auténticos. La paradoja, son los que hemos despreciado por la visión occidentalizada y, reitero, de alta cultura.
Ya dijimos, no más. La comunidad y sus expresiones a través de las culturas populares, indígenas y urbanas se han convertido en el centro del todo. La política pública dibujada desde la Ley del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afrodescendientes. Ahora, reforzada con los foros de consulta conocidos como Diálogos por la Transformación, particularmente los que atañen al gran tópico de cultura, encabezados por la Senadora Harp y la artista Regina Orozco, a favor del desarrollo del eje “Diversidad y Patrimonio Cultural,” significará el paso más grande de los 100 propuestos por la Dra. Sheinbaum para caminar la segunda parte del rumbo de la Cuarta Transformación. La cultura será un derecho garantizado, a través de la cual comprenderemos, desde la óptica participativa y horizontal cuatroteísta, nuestra grandeza cultural. ¿Cómo?
Reforzando y provocando que la Dirección de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas sea una prioridad. Recuperar sus espacios, ampliar atribuciones, provocar que sus programas tengan presencia en cada región donde conviven familias culturales enteras. Que los promotores sean suficientes para atender el territorio, con capacitación y habilidad en el ámbito de historia, memoria y patrimonio cultural para provocar la información que complemente y enriquezca los acervos ya constituidos pero con la óptica de la participación observante: que la realidad incida en el conocimiento para que este refleje la realidad sociocultural y comunitaria desde abajo y no solo extraer, como la hacía la antropología clásica, el conocimiento cual trofeo o pieza de museo.
Sí, traerlo a sus otros, no en afán exotizante, sino de manera tal que los comprendan y entiendan en aras de un conocimiento entre iguales con la obligación de que regrese a la comunidad en un ejercicio crítico para que tomen decisiones sobre qué conservar, qué reproducir y bajo qué parámetros y bienes culturales, difundir su cultura, historia, memoria y patrimonios culturales. En otras palabras, campo, para dimensionar desde sus espacios definitorios de sus culturas y no desde el nuestro, la ciudad o, en el peor de los casos, el escritorio.
La comunidad al centro de toda política debe provoca esto. La mirada debe centrarse, para lograrlo, en esa Dirección que, hasta nuestra Transformación, había sido desdeñada hasta cierto punto por el paradigma sin superar de la modernidad occidental. No más.