Pluma Patriótica

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Elitistas ayer y solidarios ho

Elitistas ayer y solidarios hoy: un signo inequívoco de que existe transformación

No hace mucho tiempo, apenas en 2006, la cargada ideológica que imperaba en el debate público tenía naturalizadas como “bien vistas” algunas pulsiones deshumanizadas. En ese momento, por ejemplo, el señor Vicente Fox, su partido y su candidato presidencial (el señor Calderón) estaban convencidos de que brindar una pensión mensual a gente mayor de 70 años era una irresponsabilidad no sólo financiera –puesto que eso llevaría a la ruina las arcas públicas– sino demagógica, pues gracias a ese tipo de programas, los beneficiarios que los recibían se convertirían en unos haraganes improductivos dispuestos a extender la mano sin hacer nada a cambio. “No le des pescado a la gente, mejor enséñala a pescar” era una consigna que, en el imaginario gobernante, buscaba convencer a los mexicanos de que programas sociales de ese tipo eran un derroche que malacostumbraba a la gente.  

En su concepción del mundo, es de suponerse, lo “normal” debía ser que todos –incluso las personas mayores de setenta años– tuvieran que lidiar sin ninguna certeza ante las bregas de la vida diaria y trabajar sin descanso –y en la mayoría de los casos bajo términos abusivos– hasta el final para poder trocar al final una vida de chamba por una eternidad en la tumba. 

Con todo exhibicionismo, el PAN emitía ese mensaje: brindar políticas sociales es una barbaridad y un acto “populista”. Era curioso que, pese a los gritos desgañitados con que emitían esa cantaleta en todos los frentes –en el gobierno, en su candidato presidencial y en la mayoría de los medios-, en los hechos los panistas actuaban a la inversa. Vicente Fox decretó una “pensión” a adultos mayores en febrero de 2006 con claros tintes electorales, y poco después lagrimeaba en público que él, una vez concluido su trabajo de ser presidente, quería “tener su pensión” (o sea, pagarle por no hacer nada) para vivir dignamente ya que él “no robó”.  

Resultan curiosas dos cuestiones. La primera de ellas es que los panistas en ese momento no aplicaban para sí la premisa que sí exigían para otros. Que Fox recibiera pensión para jubilarse lo veían como una especie de derecho natural. Pero si un rival político quería implementar un programa social que paliara un poco las carencias de muchos adultos mayores… ah, eso es “populismo”, “demagogia”, “crisis”. 

Esta premisa inhumana, que en última instancia entraña un destructivo darwinismo social, se hacía extensiva a otros frentes. Bajo “argumentos” similares, la derecha más cerril que entonces gobernaba –secundada por buena parte de la opinión publicada– vociferaba en contra de los jóvenes que ni estudian ni trabajan, las madres solteras que recibían apoyos y las universidades populares gratuitas. “Todas esas políticas programáticas implican un despilfarro que hará de las arcas públicas un desastre y fomentará la holganza social” parecía ser la tesis básica de la mentalidad en el poder. Aunque uno peca de generoso al suponer que lo dirían con tal elegancia. La manera rupestre, clasista y desvergonzada en que ese grupo encumbrado lo solía decir lo representó bien la señora Margarita Saldaña –diputada federal panista en 2006–, quien, ante el ascenso ilegítimo de Calderón como presidente en diciembre de ese año, celebró en San Lázaro la “victoria” de su partido burlándose de la consigna de “Por el bien de todos primero los pobres”, al gritar en el pleno de la Cámara: “Ja, ahora sí, se acabó el “primero los huevones””.  

En resumen: hace apenas quince años, la presencia el poder público de un proyecto insensible, anti-solidario y elitista, hizo que adquiriera peso en un amplio sector de mexicanos la idea de que era “normal” mirar con desprecio a sectores vulnerables y asumir que cualquier medida pensada en su favor era un desperdicio. Bajo ese ideario, la vulgata panista volvió populares etiquetas discriminatorias que entrañaban ese elitismo: “ninis”, “mamás luchonas”, “pejeviejitos”. 

Hoy, tres lustros después, el horizonte ideológico mexicano no solo cambió, sino que es contrario –afortunadamente–. En mayo de 2020, el señor Leo Zuckerman entrevistó al principal expositor de esa doctrina elitista e inhumana: Felipe Calderón. En medio de zalamerías y bochornosas preguntas a modo, el señor Zuckerman le pidió a su entrevistado que expusiera su opinión sobre la actual estrategia de seguridad del Presidente López Obrador. Más allá de seguir exhibiendo su sed de sangre y placer por matanzas, entre todo el pestucio ideológico que emitió, el señor Calderón confesó que “le parecía correcto” que el Presidente incluyera “como parte de política preventiva de la violencia” una serie de programas sociales para estudiantes y trabajadores primerizos”. El Calderón de 2006 las habría descalificado como “populismo” y habría insultado a los jóvenes que se benefician de ellas llamándolos mentirosamente “ninis” (como sí lo hizo la señora Margarita Zavala en 2018).

Pero el Calderón de 2020, a pesar de seguir siendo un hombre despiadado, sabe que ya no puede –al menos en público- espetar barbaridades elitistas ni ataques contra políticas sociales, porque hoy cuentan con visto bueno social mayoritario. El ideario mexicano ha cambiado y apunta a que el grueso de la población –sin necesariamente ser joven o beneficiaria de dichos programas– les ha dado su aprobación ideológica porque comprende que la inclusión social y la solidaridad son parte de una convivencia menos conflictiva. Solo los cruentos más hostiles –como los militantes del Frenaa– o ideólogos discriminadores –como el director editorial del diario Reforma– persisten en ofender a los jóvenes que reciben esos programas y porfían en acusar de “ninis” a personas que evidentemente no lo son. 

En 2018, la reorientación de recursos públicos a programas sociales fue una exigencia electoral que hoy tiene un fuerte asentamiento social en el ideario del país, tanto de la gente de a pie como de los políticos profesionales. En ese rubro, va a ser muy difícil ya que un político se atreva a demeritar este nuevo consenso social. Va a ser muy difícil que algún político pretenda quitar esa conquista democrática.  

Algo similar ocurre con la cuestión de equidad de género. En días recientes, se acendró una serie de señalamientos de violencia contra el guerrerense Félix Salgado Macedonio. Las exigencias legítimas de esclarecimiento y –en su caso– justicia se entreveraron con rezongos hipócritas y oportunistas de politicastros y panfleteros a quienes nunca les ha quitado el sueño la violencia contra las mujeres. Fue un gran ridículo que el partido de la misoginia institucionalizada, el PAN –cuyos principales apóstoles tienen adeudos históricos e impagables con las mujeres (como Calderón revictimizando a Ernestina Ascencio, mujer veracruzana violentada sexualmente y asesinada; o el Jefe Diego, que llama “el viejerío” a las mujeres de su propio partido; o sus principios negadores de derechos reproductivos y sexuales a la población) – tuviera tantos voceros de sus filas o de sus filias repentinamente adscritos a la causa feminista… cuando hace apenas un año muchos de ellos exigían castigos  a las “vándalas solapadas por Morena”,  las mujeres organizadas que hacen pintas en las calles para exigir justicia y que no asesinen a más mujeres por el simple hecho de ser mujeres. 

Dentro de este lodazal en el debate, es difícil separar la protesta legítima de los graznidos grotescos de quien adopta una causa que no entiende solo para hacer prácticas de buitre y sacar carroña política de un dolor social real. Lo que es peor, mucha de esa cruzada justiciera de ese sector de las derechas fue simulación, en tanto que los aspirantes de otros partidos acusados de violencia de género no han recibido el mismo escarnio que el político de Guerrero. 

Sin embargo, más allá de ese debate público confuso, parece asentarse otro consenso social, donde la mirada sexista que ha imperado en México se pone en entredicho y las sanciones sociales contra aquellos que absurdamente piensan que existe alguna “superioridad” de los hombres con respecto a las mujeres empiezan a visibilizarse y, lo que es mejor, empiezan a legitimarse socialmente. En un país carcomido por diez asesinatos de mujeres al día, eso es muy poca cosa. Pero la esperanza es que esa legitimación crezca y dé fin a esa imperdonable violencia. 

Del mismo modo, otros temas de la vida pública empiezan a asentarse como parte de ese nuevo consenso. Hoy, difícilmente un político podrá tomar distancia contra la austeridad republicana, subirse el sueldo o gastar en exceso en superficialidades sin pasar por algún grado de sanción social. Lo mismo ocurre con la corrupción. Ante años de haber malcriado al país mediante consignas del estilo “el que no transa no avanza” o “político pobre es un pobre político”, hoy despunta otra forma de entender la vida pública donde adquiere más peso una perspectiva que ha existido siempre, pero se solía ningunear: la perspectiva que defiende la sobriedad en los sueldos de los políticos y se combina con la repulsa absoluta de los actos de corrupción, sin importar de dónde vengan. 

La vida social no es homogénea ni monolítica. Parte de su diversidad incluye sectores que estarán siempre dispuestos a defender, hasta las últimas consecuencias, las peores causas y los actos más arbitrarios y prepotentes. Sin embargo, no es descabellado pensar que este nuevo pacto social que alienta inercias un poco más solidarias no sería posible sin el parteaguas que fue la elección de 2018.  
Y ahí radica lo relevante. No se debe mirar a López Obrador como causa de estos ligeros, pero importantes, cambios. Es más bien un efecto. El consenso más solidario existe no porque el hoy Presidente lo haya promovido. Más bien el Presidente promueve ese consenso porque él triunfó en las urnas gracias a él.  

Ahí, en esa sociedad que ha trocado la vulgata elitista por otra perspectiva menos rupestre, es donde empiezan las transformaciones duraderas. El proyecto en el poder tiene la obligación de escucharlas y acrecentarlas.  
 

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