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Ernesto Zedillo y los crímenes de lesa humanidad

De los cincos expresidentes que serán sometidos al escrutinio popular en la próxima consulta del 1 de agosto, la figura de Ernesto Zedillo Ponce de León, quizá sea la que menos concita repudio entre la mayoría de los mexicanos. Al dejar la Presidencia de la República en manos del PAN en el año 2000, Zedillo se alejó de la política nacional para pasar a ser parte de consejos de administración de las empresas extranjeras que él favoreció en su mandato, fungir como profesor de universidades de élite y conferencista habitual de los circuitos de apologistas de la “globalización” de signo neoliberal. Este siniestro personaje supo construir y mantener una imagen de tecnócrata, más vinculado al manejo “técnico” de asuntos macroeconómicos que a las decisiones políticas más terrenales. No deja de ser una negra broma que siendo uno de los responsables de la crisis de diciembre de 1994 y el creador del Fobaproa, Zedillo sea considerado entre los defensores del libre mercado, como una eminencia en materia económica. 

Todo el relato de éxito en torno a un Zedillo que “de bolerito llegó a presidente” -que tanto gustan entre los defensores de la meritocracia-, es un guion hueco que trata de ocultar las decisiones más retrógradas en materia social y política que tomó siendo presidente. Si sus resultados económicos son controversiales, puesto que tenemos abierta una deuda pública a partir de sus “errores”, es necesario mantener en la memoria, su política de abierta y cruenta represión frente a las demandas sociales que llegó a extremos genocidas durante su sexenio, porque esta oscura obra, también sigue teniendo consecuencias nefastas en el presente. 

Las masacres de Aguas Blancas (1995), Acteal (1997) y El Charco (1998) son tres hechos de sangre que han entrado de la mano de Zedillo en la historia de la vergüenza en México. Se trata de crímenes de Estado, operados y encubiertos por agentes de todos los niveles de gobierno, quienes, en última instancia, obedecían una política de seguridad nacional dictada desde Los Pinos.  El temprano anuncio de este rumbo autoritario frente a las legítimas demandas que amplios sectores de la sociedad mexicana, enarbolaron después de la insurrección zapatista de 1994. Fue el diseño de una estrategia de supuesto diálogo con la sociedad que protestaba, mientras se preparaban las condiciones para emprender la persecución de los opositores, y en no pocos casos, de abierto exterminio. Al tomar la candidatura priista, luego del asesinato de Luis Donaldo Colosio, la estrategia de sembrar miedo y zozobra fue la que mejores resultados le produjo para alcanzar la presidencia, era Zedillo o “habría un choque de trenes”, se repetía como cantaleta por los intelectuales orgánicos. No es extraño, entonces, que desde el inicio de su sexenio se apegara también a los lineamientos diseñados en Washington en materia de contrainsurgencia. 

La evidencia que incrimina al gobierno de Ernesto Zedillo es la existencia del Plan de Campaña Chiapas 1994, escrito por los encargados de la SEDENA para enfrentar a los zapatistas. Mientras que la movilización social había obligado a Carlos Salinas a declarar el cese al fuego el 12 de enero de 1994, un reclamo civil que terminaría plasmándose en la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz digna en Chiapas; el nuevo gobierno se estrenaría en febrero de 1995 con una nueva e intensa campaña militar para tomar posiciones dentro de la selva Lacandona. Frente a la imposibilidad legal de detener a la dirigencia rebelde y la obligación de negociar bajo el marco de ley, Zedillo optó por emprender los lineamientos establecidos en el Plan Chiapas tratando de erosionar las bases sociales que apoyaban al Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Esta estrategia de fragmentación social tendría su saldo más trágico en Chiapas, el 22 de diciembre de 1997 con la masacre de 45 mujeres y hombres tzotziles que se mantenían desplazados en un campamento civil de Acteal, municipio de Chenalhó. Durante los años previos en que se implementó el plan, en todas las zonas de influencia zapatista se pudo constatar el surgimiento de grupos paramilitares compuestos por los propios habitantes de las comunidades que el gobierno pudo cooptar a cambio de beneficios materiales o a partir de conflictos reales o inducidos. Ellos recibieron no solo dádivas sino entrenamiento por parte de las fuerzas estatales, para constituirse en pequeños ejércitos de “autodefensa”, de acuerdo a la experiencia de contraguerrilla que los asesores norteamericanos habían desarrollado en Centroamérica. La descomposición social de extensas regiones chiapanecas como Los Altos o la zona norte fue producto directo de esta estrategia de contención social, y no de una supuesta división instaurada por los indígenas zapatistas, como siguen achacando las élites intelectuales alineadas al viejo régimen. 

La tensa situación de conflictos irresueltos que hoy subsisten en los municipios chiapanecos de Simojovel, Chenalhó, Pantelhó, Aldama, Chalchihuitán, Venustiano Carranza; y que a principios de julio cobró la vida del defensor comunitario Simón Pedro Pérez López, son producto de esta política criminal de promover el encono y división social orquestada desde el gobierno de Ernesto Zedillo. A este sombrío personaje no solo se le tiene que reprochar sus resultados económicos, pues justo así es como quisiera ser recordado, a Zedillo hay que imputarle los crímenes que él provocó y luego justificó, como representante del Estado mexicano.

Hoy como ayer, sus apologistas en los medios y en la academia -con Héctor Aguilar Camín a la cabeza- tratan de exculparlo de estos crímenes de lesa humanidad, retomando la tesis de la PGR de aquel sexenio que culpaba a las víctimas de “haberse matado entre ellos”. Desde el año 2006 se financiaron campañas para absolver a los responsables materiales de la matanza bajo la táctica legaloide de “fallas al debido proceso”, que en 2009 aceptó la SCJN. Así es como hoy, muchos de los responsables de la matanza de Acteal, identificados plenamente por los sobrevivientes, volvieron a sus comunidades, a presumir la impunidad de haber trabajado con el gobierno de aquel entonces y después coludirse con el crimen organizado. 

Al emprender algunos medios campañas de desinformación para achacar al actual gobierno las consecuencias de siglos de olvido y desprecio que se aderezaron con esta campaña sistemática de militarización de la vida comunitaria en los Altos de Chiapas, se hace un involuntario homenaje a Zedillo que justo quisiera pasar a la historia en la discusión de sus “errores” macroeconómicos, pero con la tranquilidad que otorga el olvido de sus crímenes mayores. 

Ernesto Zedillo debe ser juzgado, junto con sus colaboradores en materia de “seguridad nacional”; no fue un “democratizador”, y decirle “tecnócrata” es hasta un halago, porque en realidad fue cómplice de masacres perpetradas contra pueblos indígenas que disentían legítimamente del PRI- Gobierno. 

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