Tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1993, corrió una «explicación» que aún impera, por falta de mayores indagatorias: la idea de que Mario Aburto actuó en solitario. Hoy, con el caso del latrocinio de Emilio Lozoya, parece ocurrir algo similar. Tildado ya como «delincuente confeso» por propios y extraños, el ex director de Pemex es un apestado de la vida pública, del cual todos se buscan deslindar, aunque eso devenga en el imposible escenario de que el sujeto en cuestión haya perpetrado un latrocinio por cuenta propia.
Y ello no es así. Lozoya era un peón en un sistema de corrupción que contó con otros hampones y cómplices, y una de sus madejas principales es la forma gansteril en que se aprobó la Reforma Energética de 2013-2014, en la que, presuntamente, se habría sobornado a legisladores en pos de dicha legislación. La hebra conduce a Ricardo Anaya.
El intento de deslinde de Anaya suena ridículo, como va a sonar todo deslinde que se haga de ahora en adelante de parte de todos los políticos mencionados por el hampón Lozoya, obviando algo contundente: el corrupto priista fue personero nada menos que de las atrocidades de Odebretch en México. Lo que en muchos otros países ha significado indagatorias mayúsculas, políticos de alto nivel castigados y hasta evasiones de la justicia que han llevado a expresidentes al suicidio (como fue el caso del peruano Alan García, en abril de 2019), en México había sido un episodio impune y ejemplar de cómo operaban las élites mafiosas enquistadas en el viejo régimen.
¿Se puede pensar que en un caso de corrupción monumental todo se reduce a las maniobras turbias de Lozoya y que los tentáculos de esa tranza no toquen siglas de otros partidos? La respuesta es un no rotundo.
Hoy, una de los argumentos con que el PAN y sus integrantes, donde sobresale Anaya, es que ellos no habrían aceptado sobornos para aprobar la Reforma Energética de 2013-2014 porque «coincide con su ideario». La historia de delitos en el PAN desmiente eso: en un intento de Reforma energética parecida, la de 2008, el blanquiazul trató de privatizar el sector en medio de un escándalo: el conocimiento de que uno de los principales impulsores de la Reforma, Juan Camilo Mouriño, había obtenido grandes fortunas precisamente por el tráfico de influencias, al beneficiarse su empresa de contratos con Pemex que fueron firmados mayoritariamente durante su paso como asesor en la Secretaría de Energía en 2003-2004, mientras al frente de ésta estaba el presunto narco Felipe Calderón.
A juzgar por la conducta de anteriores jerarcas del PAN, no sería nuevo que una coincidencia ideológica con una reforma política sea freno para que actúen corruptamente. Hoy Anaya tiene que dar la cara. Se trata de un hombre turbio, que en sí mismo, más allá de las imputaciones que le hace Lozoya, carga con diversas acusaciones de corrupción, por lavado de dinero o por naves industriales cuestionables en Querétaro. Que hable hoy de «persecución política» es ofensivo no sólo contra la verdad, sino contra todos los personajes mexicanos que, por defender diversas causas, sí han sido vejados injustamente por el poder. ¿Qué puede representar Anaya? ¿Qué ideario «prohibido» aúpa? ¿Qué riesgo electoral significa un ser cuya campaña presidencial rumbo a 2024 está basada en videos donde más que ganarse adeptos, lo único que ha logrado es exhibir su profundo desconocimiento del México mayoritario?
¿En serio Anaya puede ser una «amenaza» electoral contra alguien? La respuesta es no. Pero lo que sí ha demostrado su turbia biografía es que Anaya es una amenaza para el erario y para las leyes mexicanas. Esperemos que dé la cara en tribunales en vez de querer blanquearla a través de voces igual o más desacreditadas que la suya.