En medio de una de las peores crisis humanitarias en la historia de América Latina, logramos lo que parecía imposible: sentar en la misma mesa de negociación al gobierno de Nicolás Maduro y a la oposición venezolana.
Con los buenos oficios de Noruega como mediador, se inició en México el contacto para nuevo proceso de diálogo en uno de los conflictos más complejos que haya visto la región y que, sin duda, necesita del compromiso de ambas partes para una salida negociada y pacífica, pero —sobre todo— sin intervención de ningún país o interés.
En ridículo han quedado quienes argumentaron, desde la comodidad de su ignorancia y fobias personales, que México agachaba la cabeza al asumir una postura neutral y, en muchos otros casos, que ni siquiera teníamos política exterior. Sucedió todo lo contrario. Con la altura moral que permite tener los asuntos de la casa en orden (la mejor política exterior es la interior) y con el irrestricto respaldo de nuestros principios constitucionales de política exterior (soberanía), hemos reivindicado nuestro lugar en América Latina con un inédito liderazgo. También, quedaron así quienes creían que la intervención, los bloqueos económicos o las chiflazones eran un camino frente a la opción que siempre representa la diplomacia, el diálogo y ultimadamente cualquier tipo de negociación pacífica.
Atrás dejamos los tiempos de satanización en nuestra política exterior. Con la salida del Grupo de Lima, dimos un paso al frente para asumir una posición verdaderamente imparcial y que nos permitió consolidarnos como una voz autorizada para ser sede de este primer encuentro. La conversación tenía un alto grado de dificultad, pues los numerosos desencuentros y radicales visiones de país sobre el futuro que debería tomar Venezuela han desembocado en elevadas tensiones, que necesitan soluciones ante los agravios que todos los días vive la población.
El triunfo ha sido doble, pues no bastaba únicamente con basarnos discursivamente en nuestros principios de política exterior. Había que ejercerlos, y hacerlo actuando de manera fina y con un profundo análisis del escenario internacional, regional y del interés nacional de cada país.
Sin voluntad política, estos principios serían esencialmente letra muerta, como lo fueron en los años del Calderonismo o el Peñato. La denominada autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de controversias y protección y promoción de los derechos humanos (entre otros) deben enfocarse con claridad en ofrecer soluciones duraderas a problemas complejos, siempre tomando en cuenta la influencia de ser un país vecino de Estados Unidos, con el que inevitablemente compartimos una gran interdependencia en una de las relaciones bilaterales más estrechas del mundo.
Y digo que el triunfo ha sido doble, pues hemos —literalmente— vuelto a traer a la vida a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, y sido sede de la primera conversación en la negociación rumbo a la paz venezolana. Todo ello al tiempo que la relación con Estados Unidos diariamente se fortalece más… Con la entrada en vigor del TMEC, seguimos acercándonos más a nuestro principal socio comercial. Lo hemos conseguido con trabajo, paciencia y, sobre todo, una profunda habilidad prospectiva sobre el escenario internacional.
En América Latina, parece vislumbrarse en el horizonte las bondades y los valores que Simón Bolívar soñó para la región: la Patria Grande. El Presidente López Obrador en más de una ocasión ha mencionado la importancia de contar con un organismo latinoamericano que, sin injerencias de ningún tipo, sea capaz de aportar una visión de mundo más justa a una de las regiones más azotadas por la desigualdad, la miseria y la pobreza de corte neoliberal.
Creo que estos dos grandes aciertos reflejan que la política exterior también se encuentra en transformación. Concretamente, en una que honra a una América Latina popular, democrática y unida, que está lista para consolidarse regionalmente para afrontar los retos venideros y la nueva configuración de fuerzas después de la pandemia de covid-19. Con la sola idea de que, sin mentir, robar o traicionar se puede transformar la realidad, considero, hemos obtenido la altura moral para darle un nuevo aire y un giro a la región que urge de políticas justas en un mundo cada día más violento para quienes siempre han ido últimos.